viernes, marzo 24, 2017

El espacio que habitamos

En esta casa no hay reglas. No se siguen los cánones del interiorismo, ni los catálogos de las mueblerías, ni las modas que dicta la temporada, ni los consejos de los arquitectos. Aquí no hay espacios de más ni de menos; no hay comedores para diez personas en donde sólo se utilizan cuatro sillas. No hay lavavajillas ni habitaciones con televisores de cincuenta y tantas pulgadas y estanterías llenas de libros en donde nunca nadie se sienta a ver televisión ni a leer un libro. Aquí no se llenan espacios sólo por llenarlos, pensando que algún día vendrá gente a sentarse en todos esos lugares que siempre sobran. Se tiene lo justo, lo necesario. Aquí hay una hamaca en un cuarto al que llamamos "estudio", en una esquina hay un baúl viejo con plantas adentro y las botellas de cerveza se transforman en macetas que decoran ventanas. Tenemos platos negros con blanco que ponemos sobre manteles rojos y usamos vasos de vidrio de distintas formas y tamaños; hay sillas de madera tejida, unas de cojín y otras de plástico verde. Tenemos también una estufa de principios de siglo XX que está algo oxidada, pero funciona muy bien. En esta casa todo es usado, de segunda mano, reciclado, recuperado, restaurado, donado o hecho por nosotros mismos. Es una filosofía de vida, no sólo una idea que nos gusta como suena. Si nos encanta la selva, pues tenemos un pedacito de selva en casa; nada con que: "Ay, es que  mejor ponemos concreto en el patio porque los árboles son muy sucios y tiran mucha hoja, ¡pero me encantan los árboles y la naturaleza!". Aquí no. Aquí pretendemos ser congruentes en todo. Preferimos una casa que parezca más tienda de curiosidades, que casa; más bazar de antigüedades o museo, que casa; así, algo tan cotidiano como habitar cuatro paredes, se convierte en un proyecto artístico.
Dicen que el espacio que habitamos es una extensión de lo que somos; que nos influye e influimos en él. Yo lo creo. Por eso parecería que en esta casa nada combina, y sin embargo, todo está en armonía.

lunes, marzo 20, 2017

Días de asueto

Podría decir que debido a mi trabajo y al estilo de vida que elegí llevar, todos los días son días de asueto. Pero no. Me gustan los días de asueto oficiales, cuando la gente con horario de 9 a 7, por ley, no debe de trabajar. En estas fechas la ciudad se vacía y es más amigable. Se puede caminar o pedalear con calma, sin toparte en cada esquina con la neurosis de sus habitantes; sin sentirte arrastrado por su caos y sus prisas. Me gusta salir a descubrir lugares que en días "normales" a veces no me doy cuenta que existen debido a ese ritmo al que siempre le he sacado la vuelta aprender a bailar, pues no da para un minuto de contemplación. Por eso me gustan los asuetos oficiales: porque me siento turista y puedo salir tranquilamente a tomar fotos de lugares que no solemos frecuentar o capturar esos detalles que se nos pasan en días de ajetreo laboral.
Letrero vintage de un bar que se convirtió en club: entras sólo si conoces a alguien.
Colegio Naranjo. Me da cosa que estas reliquias estén condenadas al olvido.
Obra de arte frente al metro, en avenida Colón.
Báscula de banqueta.
Tortas de $10 pesos afuera de la estación Félix U. Gómez.
El mítico Cine Raly, aún en operaciones a pesar de los grandes complejos de salas. Sus chilidogs son famosos. 
En plena calle, un moral negro pletórico de frutos.
Nunca había visto este estacionamiento de biclas. Me sentí en Copenhague :P 
Terraza de El Refugio. De fondo, el edificio de correos.
Chilaquiles de El Refugio.
Taquería La Mexicana. Casi 70 años de existir.
Carnicería La Mexicana, dentro de la taquería.
Sus tacos.
Abarrotes Doña Maru: sus tostadas y tacos de harina son un secreto a voces.
Yo merengues con una obra pictórica de fondo. Foto de Fabiola Garza.

jueves, marzo 09, 2017

Entre magueyes, pirules y el origen del Sol

El sustantivo petricor se lo escuché por primera vez a un hombre a caballo: el guía de una pequeña expedición al Cerro del Quemado. Se llamaba Gonzalo y le habíamos alquilado un par de pencos en el poblado para realizar el típico recorrido hasta el centro ceremonial de los huicholes.

A mitad del camino, en un pequeño claro donde el terreno parecía menos accidentado y las nopaleras, magueyes y pirules ya no eran tan frecuentes, Gonzalo se detuvo. Con una mano se quitó el sombrero y, como si estudiara el horizonte cubierto de nubes oscuras, preguntó: "¿Sienten el petricor?".
Apenado le confesé que no sabía lo que significaba esa palabra. "Es el olor a tierra mojada. Nos llega desde allá, aunque aquí todavía no haya caído ni una gota de agua". Inhalé profundo y fue como beber un pedazo de suelo y cielo a la vez. Gonzalo se volvió a poner el sombrero y continuamos cabalgando hasta donde los huicholes creen que nace el Sol.
Aquellas nubes abultadas pasaron por encima de nosotros cuando regresábamos al pueblo, y, aunque no descargaron un fuerte aguacero, sí dejaron caer una tenue lluvia que intensificó el petricor y oscureció las tonalidades más claras del paisaje semidesértico.
Para hacer todavía más inolvidable aquel viaje inicial, un arcoíris formó un puente vaporoso desde un cerro a otro.

He de confesar que desde aquel día -aunque la RAE aún no se anime a incluirla en el diccionario-, petricor pasó a formar parte -junto a lontananza- de mi lista de palabras favoritas.
Creo que también fue ahí, en Real de Catorce, donde comprendí bien a bien el vínculo que existe entre lo material y lo espiritual; la conexión del hombre con la tierra y el lazo que hay entre lo racional y lo aparentemente místico.
Sin caer en clichés ni en esos lugares comunes a los que acostumbra referirse la gente que cree que ir a Real de Catorce es tomar fotos de hippies vendiendo artesanías, fumar mota, hacer viajes psicodélicos con mescalina o artistas defendiendo Wirikuta para ganar fama; dejo en claro que tal revelación no me vino en una noche de borrachera, ni en una tarde de fumar mariguana con desconocidos, ni de masticar peyote con un chamán en el desierto, ni de andar de activista en contra de las mineras extranjeras. Nada de eso.

Todo vino porque siempre llamó mi atención ese halo de misticismo que rodea a esta ex zona minera. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Me cautivaba el hecho de que los miembros de una etnia que ha mantenido sus costumbres casi intactas, viajen desde tan lejos a un lugar específico movidos sólo por sus creencias ancestrales; y, por el otro lado, que "hombres modernos" y "empresarios estudiados" de México y otros países deseen con tanto ahínco el mismo lugar que un pueblo aparentemente primitivo considera sagrado. Aquí es donde uno piensa: "Aquí debe haber algo más allá de nuestro entendimiento".
Y sí, hay algo. Para unos hay minerales muy valiosos, para otros es el lugar donde se originó el mundo. Motivos diferentes llevan a dos grupos de personas al mismo lugar: a unos los mueven los intereses económicos; a otros, sus creencias. Fundamentos que, por más disímiles que sean, convergen en un mismo punto. ¿Por qué? Uno "entiende" esa parte material, ese "lado capitalista" del asunto; pero ¿por qué coincide éste con un pensamiento mágico?, ¿qué es eso que no vemos y va más allá de nuestro discernimiento "moderno"? Eso es lo que siempre me intrigó.

Sin caer en corrientes New Age ni en ondas de energías mágicas ni con ayuda de alucinógenos, sólo pude comprobar -porque lo "sabía" de oídas y leídas, pero nunca lo había sentido realmente- que uno  en verdad está conectado con un ser vivo llamado Planeta Tierra, y, dependiendo del entorno en el que nos desarrollemos, vamos compenetrándonos o desconectándonos de él; y que entre más nos distanciamos de éste, menos vemos "eso" que otros ven más allá de lo tangible. Y que, a final de cuentas, lo creamos o no, todos somos iguales y vamos hacia el mismo lugar. Y pues ya: esa fue la "brillante" revelación que tuve en uno de tantos viajes contemplativos a este lugar.
Por eso me gusta venir de vez en cuando a Real de Catorce: para caminar -o cabalgar- entre magueyes, yucas y pirules, y reafirmar esa conexión que a veces no percibimos pero en este lugar -como en el mar, el bosque o la selva- se siente con mayor intensidad... como el petricor de las primeras lluvias del año.
Ya se le ve el chicle a la paleta, snif.