lunes, junio 29, 2015

A veces pasa

Despiertas un día con la seguridad de que las circunstancias se equivocaron contigo.

Como el juego de mesa que tiene revueltas sus fichas y dados con las cartas y el tablero de otro juego.

Te sientes tan ajeno a tu espacio y tu tiempo.

En verdad lo sientes. No como quienes toman esa pose dramática de moda.

Piensas que erraste de familia y ciudad. De profesión. De amigos. Ideales. Sueños.

Crees que desperdiciaste el tiempo aprendiendo, haciendo y persiguiendo cosas que no te han servido para sentirte tú mismo.

Que te rodeaste de gente que daba igual haber estado solo.

Y te vas a la cama con toda la incertidumbre del mundo.

Resignado ante la falta de respuestas.

A veces pasa.

Piensas que hubiera sido mejor no salirte de la raya. No alejarte del común denominador.

Tal vez así no sentirías esto que te digo.

Morir por dentro pero no morir de hambre. Es fácil disimular lo primero con el estómago lleno.

Pasa más seguido de lo que te imaginas.

Y no tiene nada de malo sentir que vives equivocado. Saber que lo estás, es estar en lo correcto.

A veces pasa. Y no pasa nada. Se continúa por el propio camino. Es nuestra única verdad.

martes, junio 23, 2015

Todo proceso evolutivo es una serie de eventos de especiación y extinción.

La especiación es un procedimiento por el cual una especie da lugar a otra mediante dos mecanismos: la cladogénesis y la hibridación. Sin ahondar mucho en el tema para no aburrirlos más de lo normal, por la primera se entiende que dos especies distintas no pueden reproducirse, pero, en cada bifurcación de su árbol filogenético se van dando cambios graduales que conducen a la formación de una nueva especie. La hibridación, al contrario, es el cruce reproductivo entre dos grupos distintos.
Y la extinción vendría siendo la interrupción de algo que ha ido desapareciendo paulatinamente: como el dodo, el tilacino y las mujeres que no la hacen de pedo, snif.

En el mundo interior también existe un proceso evolutivo en donde van ocurriendo cambios graduales según nuestras experiencias; cambios que conducen al desarrollo de una mayor variedad de pensamientos, valores y emociones; estados mentales y espirituales. Las experiencias moldean nuestra forma de percibir el mundo. Las experiencias que abarcan desde las personas que conocemos y los lugares que visitamos, hasta los libros y películas que nos marcan– vendrían siendo algo así como la cladogénesis y la hibridación de la evolución interior; ese árbol filogenético que se va ramificando en nuestro ser o esencia.

El problema aquí es que también puede haber un retroceso; un estancamiento, pues no todas las personas tienen la capacidad o el interés de sacar el mejor provecho de cada vivencia y avanzar en el plano interno. Se llenan de ataduras materiales, complejos, traumas, prejuicios y rencores; siguen patrones sociales impuestos, códigos de ética convenencieros, reglamentos morales absurdos y contradictorios.

Por eso creo que para que esta transformación interior sea verdadera y positiva, la extinción más que los dos mecanismos de especiación juega un papel muy importante. Extinguir es desaprender todo eso que "nos hacen aprender", por llamarlo de alguna forma. Extinguir es liberarse; es deshacerse de esos códigos, patrones, protocolos y prejuicios que ni siquiera brotan de uno mismo para crear los propios en base a las experiencias, o a lo que en algún momento Nietzsche llamó la voluntad de poder y, Schopenhauer, la voluntad de vivir; lo que mejor les embone. Y hasta de esto deben sacar sus propias conclusiones, por más chingones que estos dos hayan sido.

En conclusión: hasta en el mundo interior, si no se deja morir lo que no sirve, no hay evolución.

P.D. Y hablando de evolución, especiación, adaptación, extinción, etc.: las crías de colibrí nacieron hace un par de semanas. En las siguientes fotos pueden apreciarse.

martes, junio 09, 2015

El peso de una promesa

David se encontraba de pie detrás de la barra del bar "La Tía", con un montón de fotografías colgadas y botellas de toda clase de licores alineadas a su espalda. Es curioso que alguien que habla inglés y que no hace el mínimo esfuerzo por hablar español atienda un negocio en México. Se siente como si uno fuera el extranjero en su propio país. Por eso, desde un principio, David me cayó bien: poniendo sus reglas; sin ser condescendiente; con la seguridad de que quien visita el bar habla su mismo idioma. Pasaba del mediodía. Habíamos caminado toda la mañana. Yo pedí un ron con agua mineral y Coca Cola; ella, una cerveza Pacífico.

David –Deivid– nació cerca de Dallas, Texas, “Pero mi última dirección conocida es en el estado de Alabama”, aclara. Llegó a Ajijic –un pueblo mágico de Jalisco, a orillas del lago de Chapala– cuando tuvo que visitar Guadalajara por cuestiones de negocios y uno de sus proveedores, en agradecimiento, lo llevó un fin de semana a dicho poblado. Desde hace siete años, David habita en este lugar.

David tiene 72 años y ha viajado por una tercera parte del mundo. “He visitado tantos países como los años que tengo de vida”, dice en inglés. “¿Y por qué Ajijic?”, pregunté, curioso. “Tiene el clima perfecto”, asegura. “Sólo un lugar se le asemeja, pero está en Malasia. Muy lejos. Aparte, aquí conocí al amor de mi vida”.

Suena el teléfono detrás de la barra. David se estira y contesta en español. Articula algunas palabras y luego habla en inglés. Ríe y cuelga. “Eeeeh... a eia no le gusta que yo hablo en inglés: eia me regania”, dice, mientras, sonriente, pasa un trapo húmedo por la barra.

La dueña del establecimiento y David se enamoraron después de que ésta enviudara. David acudía a "La Tía" cuando los viajes de negocios a Guadalajara se hicieron más frecuentes y aprovechaba los fines de semana para visitar Ajijic. “Miran: es eia”, nos dice, señalando el teléfono y una de las tantas fotografías colgadas en la pared. La mujer parece mucho más joven que David, y él lo sabe, pues, sin que se le borre la sonrisa del rostro y volviendo a su idioma nativo, aclara: “Tiene 23 años menos que yo”.

David es espigado, de piel casi colorada, bigote ralo y cabello entrecano bien peinado; fuma con elegancia, como uno de esos antiguos galanes de Hollywood. Nos platica de cuando vivió en Singapur, de cuando viajó a Filipinas y de sus intenciones de ir a Corea del Norte. “Quiero comprobar si es cierto todo lo que dicen de ese lugar”.

En eso llega Rosario, la novia/esposa/compañera de David. Es una mujer inquieta, dicharachera y alegre. Aparenta menos edad del medio siglo que tiene. David se apresura detrás de la barra, saca un vaso, le sirve un tequila y una cerveza y se estira para darle un beso en la boca. Es ahora Rosario quien nos platica su versión de la historia de amor. "Ah, sí, David nos lo comentó", le decimos; y nos pregunta: "¿Se los dijo en inglés o en español?", para inmediatamente clavarle una mirada punzante y juguetona a su amado, quien no le quita los ojos ni la sonrisa de encima.

Llegan más clientes al bar "La Tía". David los atiende. Me presenta a un inglés canoso de la edad de Rosario. Me presume estar casado con una ex modelo y ex reina de belleza mexicana. Me dice el nombre, pero no la ubico. También viven en Ajijic. "El clima es perfecto", dice el inglés. Algo empiezan a filosofar sobre el peso de las palabras; de las promesas. David dice: "Cuando le dije a Rosario que quería que fuera mi mujer, me dijo que nada más le prometiera que no me iba a morir: no quiere ser viuda por segunda vez. Llevo siete años cumpliendo mi promesa".

Rosario alcanza a escuchar el comentario de David. Le da un sorbo al caballito de tequila, se da media vuelta, monta la mitad del cuerpo sobre la barra y lo besa en la boca. "Hasta ahorita me lo has cumplido, mi amor", le dice, reincorporándose en el banquillo. David sonríe, se sonroja y baja la mirada, perdiéndose en algún punto de la barra, pensando, tal vez, cuánto tiempo más podrá mantener su promesa. 

lunes, junio 01, 2015

Extorsión tapatía

Llamaron a la habitación a las dos de la madrugada.

–¡No abras! –me dijo casi susurrando, con cierto sobresalto. Me puse de pie entre la oscuridad, tambaleante, medio dormido y medio despierto. Encendí la luz, me tallé los ojos y me acerqué a la puerta.

–¿Quién es? –pregunté extrañado, aclarando mi garganta.
–Soy el de la recepción, señor. Tiene una llamada –contestó una voz al otro lado del vitral opaco que decoraba la puerta.
–No estoy esperando ninguna llamada –dije con sospecha.

Ella me observaba desde la cama, apretujando las sábanas contra su pecho. Noté su respiración agitada. Yo contenía la mía, como si ese acto agudizara mis sentidos.

–Es que dicen que quieren hablar con usted, señor  –insistió la silueta borrosa.
–¡No abras! –gritó.
–¿Quién quiere hablar conmigo si no estoy esperando ninguna llamada? –pregunté.

No escuché nada. Sólo murmullos. La silueta seguía inmóvil al otro lado, como si hablara con alguien.

–Dicen que usted ya sabe quiénes son. Que conteste, por favor –dijo el tipo.
–¡No abras! –insistió ella. Me acerqué.
–Cálmate, por favor… Si no abro, ¿qué?: ¿nos quedamos aquí? Si alguien quiere hacernos algo de todas formas van a tumbar la puerta.

Quité el pasador y abrí.

–¿Qué pasó?, ¿quién me habla? –dije.

El hombre me extendió su teléfono celular con la mano temblorosa y los ojos muy abiertos: “Están preguntando por usted”.

–Diga… –contesté la llamada.
–Buenas noches, mi amigo. Usted está en el cuarto seis, ¿verdad? Responda nada más si es afirmativo –dijo una voz de hombre.
–No, no estoy en el cuarto seis. ¿A quién busca?
–Mire, amigo, no me eche mentiras; desde aquí lo estamos observando. Soy el comandante… –le devolví el teléfono al recepcionista instintivamente, como si mi brazo fuera un resorte.
–Cuelga. Te están extorsionando –le dije.
–Es que me dicen que quieren hablar con usted. Que están buscando a alguien. Me dijeron que no les colgara –insistió el hombre, extendiéndome el teléfono.
–¡Cuelga! –dije enérgico, y cerré la puerta con pasador.

A los pocos segundos escuché cómo el celular sonaba de nuevo, el hombre tomaba la llamada y tocaba otra vez en nuestra habitación. Sentí una descarga de adrenalina que me estremeció el cuerpo como pocas veces lo he sentido.

–¡Vámonos de aquí, por favor; tengo mucho miedo! –me dijo, mientras metía apresuradamente ropa y productos de aseo personal en las maletas.

No abrí la puerta. No recuerdo qué grité, pero los toquidos cesaron. Apagué la luz del cuarto y otra vez contuve la respiración. Me asomé por las ventanas que daban a la calle. Estábamos en primera planta. No había nadie afuera. El coche que habíamos rentado estaba a la vuelta de la esquina. No alcanzaba a divisarlo.

–¡Vámonos de aquí por favor!

Le pedí que se tranquilizara para poder pensar con claridad las posibilidades. La persona que llamaba no había dicho mi nombre ni había adivinado el número de nuestra habitación, de seguro era una extorsión telefónica. Si era eso, "no pasaba de ahí", pensé; lo sospechoso era el recepcionista, que, o estaba muy idiota para seguir tomando las llamadas o estaba coludido con quien llamaba; por lo tanto, no era seguro seguir durmiendo en ese lugar. En mi inocencia –y dándole el beneficio de la duda– pensé que si el recepcionista hubiera estado involucrado, podría haber dado mis datos completos, para hacer más creíble la extorsión, pues los tenía a la mano. En conclusión: aunque estuviera 100% seguro que todo era una farsa, no íbamos a dormir tranquilos ahí.

El otro problema radicaba en abandonar a esa hora el hostal Casa Vilasanta, que, según TripAdvisor, tiene certificado de excelencia con 9.3 de calificación. Si era una típica extorsión telefónica, posiblemente no había nadie afuera; pero: ¿y si sí?  Fuera o no cierto, no quería que el miedo me venciera. Si hubiera estado yo solo, igual y cerraba la puerta y me volvía a dormir como si nada hubiera pasado. Pero iba con ella. No quería que le pasara nada ni que algo así arruinara nuestras vacaciones.

Le ayudé a meter lo que faltaba en las maletas. Le dije que buscara el teléfono de la policía o que llamara –o mensajeara– a unos conocidos, para que estuvieran al tanto de lo sucedido, en dado caso que sucediera algo más. Me asomé de nuevo a la calle. No había nadie. Sólo oscuridad. Salí del cuarto pensando que me encontraría al encargado de la recepción, pero no estaba. Me asomé a la recepción, que estaba al lado de nuestro cuarto, pero estaba vacía. Me llamó la atención que la habitación contigua estaba abierta, con las luces encendidas y unas maletas a la vista. Eché un ojo dentro, pero tampoco había gente. Entré de vuelta al cuarto. "¡Espérame aquí encerrada", dije, mientras tomaba las llaves del coche del buró. Salí corriendo del hostal. Fue entonces que me percaté que andaba descalzo y en calzones corriendo por la calle. Sentía burbujas en la panza y las piernas frías. Abrí el automóvil, subí, arranqué y lo estacioné frente al albergue. Entré y a lo lejos vi al recepcionista afuera de una habitación, con la mano extendida, como entregando el teléfono a otro huésped. Me miró y la puerta se cerró de golpe.

–¡Cuelga ese teléfono! ¡Ya no contestes! ¡Entiende! –grité mientras me le acercaba, atravesando el patio interior de la hostería. El hombre me miraba con gesto compungido. Escuché como se ponían el cerrojo de la puerta de la habitación que acababan de cerrar. Dentro de mi rush de adrenalina, pensé: “¿Y si los extorsionadores están adentro del hostal?”, y, pues, casi me cago.

El teléfono móvil del hombre volvió a sonar y el hombre volvió a contestar. Se lo arrebaté, se lo apagué y se lo aventé a un sillón que estaba al lado de una maceta.

–¡No haga eso, señor! ¡Me tienen amenazado! ¡Aquí están afuera! ¡Van a venir por todos!
–Ya salí y no hay nadie –le dije.
–¡No salga! ¡No se vayan a ir, es peligroso! –me dijo.

En eso, ella salió de la habitación arrastrando una maleta, sosteniendo su teléfono con el hombro y una oreja. Gritaba la dirección del hostal, el número de nuestra habitación, nombres falsos y narraba lo que estaba sucediendo. Después, me confesó que no había hablando con nadie.

–¡Vengan rápido, por favor! –dijo, antes de fingir que colgaba.

Entré a la habitación por la maleta restante. Tomé una camisa y un pantalón que estaban a la vista y me calcé unas chanclas. Me vestí en dos patadas. Salí casi corriendo. Sólo alcancé a escuchar al hombre, que estaba arrodillado en el sillón donde yo acababa de aventar su teléfono móvil, diciendo: "¿Señora Dafne?... sí, soy yo: ¡estoy metido en un problemón!". La habitación contigua seguía con la puerta abierta, las luces encendidas y las maletas a la vista; pero nadie adentro. "A estos, o ya se los llevaron, o cayeron en la trampa y fueron a un cajero", pensé, recordando los tipos de extorsiones de los que tengo conocimiento.

Aventé las maletas en el asiento trasero y arranqué el coche. A la vuelta de la esquina había un Platina oscuro con los vidrios abajo. Dos tipos tenían los pies afuera del coche. Aquel tramo de calle, mirando por el retrovisor, pensando que encenderían el automóvil y nos perseguirían, fue eterno. Me metí en contra en una avenida; también en una calle lateral; casi me subo en una banqueta cuando una camioneta negra salió a mi paso. Me tranquilicé para no ser presa del pánico y recorrimos la ciudad en busca de otro hotel.

Ya instalados en otra habitación, escribí en Twitter lo que había sucedido.

En la mañana regresamos al hostal Casa Vilasanta: había olvidado un par de camisas y unos zapatos en el clóset; aparte, exigiríamos que nos devolvieran el dinero de la noche anterior. Al llegar, había otro recepcionista. Nos dijo que estaban enterados de lo sucedido en la madrugada. Que "qué pena". Que había llegado la policía como a las 4 de la madrugada. Que eran llamadas desde una cárcel de Tuxtla Gutiérrez. Nos devolvieron los $500 pesos de la noche. Fui al cuarto por lo que había olvidado. La habitación que en la madrugada había estado abierta, encendida y con las maletas a la vista, ahora estaba cerrada. Le pregunté al encargado si había huéspedes ahí. Me dijo que sí: que desde el jueves estaba ocupada esa habitación. No quise indagar más. Salimos con rumbo a Santa María del Oro.

Y así fue...

Creo que alguien se aprovechó del estado de shock que vivía la ciudad para hacer esto, pues llegamos a Guadalajara un día después de que grupos criminales casi incendian Jalisco. La prohibición de las drogas y la ordeña de combustibles (y la corrupción, y el analfabetismo, y la desigualdad social, etc.) tienen a este país en la jodidencia total. La verdad, no pensaba en que nos pudiera suceder algo. Ya no pienso en eso, a pesar de que el país en que vivimos amerita que uno ande todo el día neurótico. Desde hace tiempo que no es un mecanismo de defensa actuar con miedo a pesar de todo lo que se entera uno. Ya decidí que unos imbéciles que tienen a México en guerra porque son capaces de matar por droga, gas y petróleo, no me van a robar mi paz a la verga.

A pesar de esta desagradable experiencia, pienso que Guadalajara es una ciudad maravillosa, arbolada, amable, limpia y con un clima envidiable. Aunque, estoy consciente que le falta mucho, sí siento que Guadalajara es todo eso que Monterrey no ha logrado ser en un chingo de aspectos (apertura mental, diversidad sexual, respeto medioambiental, cultura vial, peatonal, cervecera, gastronómica, ecológica, ciclista, foodtruckera, etc.). Y, pues, es una verdadera lástima; en verdad, snif. Con tanto "somos más los buenos que los malos" y tanto tipito "orgullosamente regio", y seguir en retroceso. ¡Qué raro!

Y sí: no faltará el imbécil –nunca falta ese puto imbécil– que diga: "PhueZ Zi No Te GuZtha MonteRReY no BiBaz aKi, GufffFo", y pues, querido imbécil cuya respuesta es ésta cada que alguien critica tu ciudad, te digo: no has entendido nada de nada con esa hueva mental que te cargas, fruto de tu conformismo, tu insensibilidad y tu cero objetividad al ver la triste realidad de nuestra metrópoli. El que debe irse eres tú, no yo. Tú le haces más daño que yo con tu puta pasividad.

Por último: ¡vayan a Guadalajara!