lunes, octubre 21, 2013

Ya estaba ahí, en quién-sabe-dónde

Despertó en una cápsula metálica apenas más ancha y más alta que un coche volkswagen.

Sujeto a un asiento de piel acolchado trató de recordar cómo había llegado ahí, pero no pudo.

A su derecha vio una escotilla con un pequeño vidrio circular por donde podían apreciarse un montón de luces titilando a lo lejos.

Sintió como si la sangre se le fuera a la cabeza; después, la sensación desapareció.

Al desabotonar el cinto que lo sujetaba, esperó flotar; pero esto no sucedió. Pegó el rostro sobre la fría ventanilla, evitando tocar los botones y palancas que lo rodeaban. Era como contemplar la noche más oscura y estrellada.

Hasta que algo lo hizo retroceder de golpe. Era una medusa. Se impulsaba a centímetros del cristal contrayendo el cuerpo de manera rítmica. Después, otra. Y otra. Cientos de ellas.

Volvió a recargar el rostro en la escotilla, observando los gráciles tentáculos del banco de aguamalas perderse en la penumbra.

Las luces, a lo lejos, seguían centelleando.

Le volvió la sensación de tener la sangre en la cabeza. Sintió de pronto como si una fuerza lo jalara hacia arriba. Se aferró a uno de los descansabrazos y con la otra mano ajustó transversalmente el cinturón. Recostó la cabeza en el almohadón del respaldo y cerró los ojos.

Lo de menos era saber si se encontraba en el fondo del mar o en el espacio exterior; en el limbo o en un sueño. Ya estaba ahí.  Aunque nunca supiera cómo había llegado.

miércoles, octubre 16, 2013

Winona Ryder y los pavo reales gigantes que disparan rayos fosforescentes

Casi siempre le sugiero al subconsciente el tema que me gustaría soñar, pero pocas veces me hace caso, y, cuando lo hace, lo hace a como se le pega su gana. Por ejemplo: si quiero soñar que tengo un date mega romántico con Winona Ryder, posiblemente lo tenga, pero en las faldas de un volcán en erupción del cual tenemos que salir huyendo para después ser perseguidos por pavo reales gigantes que disparan rayos fosforescentes por la cresta y terminan comiéndose a mi amor platónico, snif.

También es común que duerma con la idea de que en mi sueño quiero darme cuenta que estoy soñando para así poder controlarlo y dirigirlo hacia donde quiera –apagar el volcán de una meada, matar a los pavo reales que disparan rayos fosforescentes y apachurrarme a Winona Ryder en una hamaca en la playa-, pero supongo que los sueños perderían su encanto si pudiéramos hacer esto.

He escuchado gente que asegura soñar lo que le plazca, pero no sé si sea cierto. También he leído algunos artículos que dicen que se puede lograr esto "con cierta disciplina mental", pero no soy muy disciplinado que digamos. No lo he logrado incluso cuando más empeño he puesto en ello; ya saben, de esas veces que despertamos en la parte más interesante de un sueño y queremos volver a dormirnos para continuar en donde nos quedamos pero se nos va el sueño o soñamos algo distinto o bien aburrido.

Despertar de un sueño es entrar en la realidad (¡qué frase tan genial y tan poco obvia!), que no es otra cosa que una ilusión que tampoco podemos controlar; por lo tanto, eso que conocemos como "realidad" es algo parecido a seguir soñando.

Uno empieza a controlar su realidad cuando se despierta de la ilusión de lo que se cree que es estar despierto. La realidad es el sueño que quieren que vivamos pero a la vez que permanezcamos soñando con vivirlo.

Cuando despiertas de esa ilusión puedes sentirte a ti mismo y comprender tu existencia; lo básico de las cosas, el trasfondo sencillo de la vida. Obviamente este “despertar” acarreará soledad, aislamiento, miradas burlonas o tragos amargos, pero al final de cuentas todo eso también son ilusiones.

Quizás no tengamos la habilidad de soñar lo que queremos ni de ver completa la realidad que deseamos, pero lo más importante -creo yo- es no ver lo que quieren que veamos.

Encajar en esta realidad es una ilusión. No te sientas un extraño. Ten en mente que si logras despertar simplemente eres la persona que pudo ver detrás del telón.

lunes, octubre 07, 2013

Un compa apodado El ¡Qué Oso!

Cuando cursaba el tercer grado de secundaria a los hermanos maristas se les ocurrió organizar una rifa en la que el premio mayor sería un coche de reciente modelo. Era el año 1989.

El dinero que se recaudara de la venta de los boletos sería para acabar el gimnasio que estaba construyendo el CUM de Monterrey en un terreno aledaño a su plantel (para ser exactos, en donde se ponía Doña Pelos, la señora de los tacos). Los estudiantes de los tres niveles de secundaria nos dimos a la tarea –más bien nos la impusieron los adoradores de san Marcelino Champagnat– de vender talonarios con veinte boletos de a 35 pesos cada uno.

Fue así como a mis trece años anduve durante un mes molestando a todos mis tíos, importunando a los vecinos y rogándole a alguno que otro incauto para que me compraran un boleto.

Llegó el día en que tuvimos que entregar los talonarios y lo que habíamos recaudado. El maestro al que apodábamos El Pitufo pasó salón por salón a recoger el dinero mientras pasaba lista. Cuando escuché mi nombre me puse de pie, entregué casi 700 pesos de los de antes y dos boletos que ya no pude vender. El Pitufo hizo una mueca desaprobatoria que bien pudo meterse por el culo.

Después llegó el turno del compañero cuyo apodo tomé para titular este escrito. Se llamaba Jaime, pero ahí todavía no le decíamos como le decíamos. El sobrenombre se lo pusimos esa misma tarde, después de que se paró, caminó entre la hilera de pupitres y entregó el talonario ¡completo!: con los veinte boletos.

Ya se imaginarán la cara que puso El Pitufo, que de por sí estaba bien pinche feo el cabrón. Se le subieron los colores a las mejillas, como si la acción de Jaime hubiera sido una afrenta personal, y le dijo, sacudiendo el talonario con dos dedos, como si le diera asco:

–¿Qué es esto?

–No pues no vendí los boletos –respondió Jaime.

–Sí, ya me di cuenta, pero: ¿por qué no los vendiste?

–No, pues no los vendí.

–¿Por qué no los vendiste?

–Pues porque qué oso andar ahí ofreciendo boletos.

–¿Cómo que “qué oso”? –espetó El Pitufo, molesto y confundido.

–Pues sí, qué oso: qué vergüenza andar ahí de que “¿me compra un boleto?”, “ándele señora, cómpreme un boleto”. ¡Qué osooo!

Todos los del salón nos cagamos de la risa; algunos tacharon a Jaime de fresa y de hipermamón, y, obviamente, desde ese incidente se le quedó el apodo de El ¡Qué Oso!

El Pitufo, furioso, mandó a Jaime a la dirección. Llamaron a sus papás y, a las tres horas, Jaime regresó al salón con una ligera sonrisa en el rostro, que denotaba más tranquilidad que cinismo “Mis papás compraron todos los boletos y se arregló el pedo”, dijo.

Yo, en el fondo, admiré a Jaime. No porque sus padres hayan comprado todos los boletos y le hayan salvado el pellejo por una estupidez, sino porque a esa edad no había visto brotes de tal honestidad en “actos de rebeldía”, por llamarlos de alguna forma. La rebeldía de la que muchos alardeaban se resumía en cometer pendejadas sin ton ni son para hacer enojar a alguien. No eran conductas auténticas, comprometidas con alguna creencia o sentimiento; la rebeldía consistían en llevar la contra nomás por llevarla. Jaime era buen estudiante, cumplía con sus tareas y sacaba buenas calificaciones; pero se negó a vender los boletos simplemente porque le pareció incómodo.Y eso admiré.

Cabe aclarar que sus papás se ganaron el coche, y ya se imaginarán la cara que puso El Pitufo, que de por sí estaba bien pinche feo el cabrón.

martes, octubre 01, 2013

El cascabel

Gabino, el guardia encargado de subir y bajar la pluma del estacionamiento del departamento de policía, comenzó a recibir una visita inusual: un gato.

Poco tiempo bastó para que el felino se ganara la simpatía de Gabino y los demás uniformados, quienes le compartían de su almuerzo o cooperaban para comprar latas de atún en la tienda de la esquina; incluso el animalito se paseaba a sus anchas por las oficinas y pasillos de la demarcación, en donde Carmen, la recepcionista, había puesto ya una caja de arena y algunos juguetes de goma.

Pero un día el gato -al que nunca le pusieron un nombre- desapareció.

A la semana el ejército realizó un operativo en las instalaciones de la policía. Fueron destituidos 56 agentes –entre ellos Gabino- y  dos altos mandos. 

Al día siguiente el periódico de mayor tiraje de la ciudad publicó una nota a ocho columnas -y varias fotografías en su edición online- en donde se mostraban las orgías con alcohol y cocaína que se realizaban dentro de la dependencia municipal.

Nunca nadie se imaginó que el cascabel que colgaba del collar de Matute -como se llamaba el gato- era en realidad una cámara.