martes, julio 30, 2013

Renuncia

Se cumplieron dos semanas desde que renuncié al periódico local en el que trabajé como caricaturista político –y columnista esporádico– durante quince años.

Entré a trabajar ahí en abril de 1998. Tenía 21 años y medio. Una compañera de la carrera de Ciencias de la Comunicación era novia del hijo del dueño, con quien terminó casándose un lustro después. Un día,  en el receso entre clase y clase, mi amiga me comentó que su suegro andaba buscando un caricaturista para la sección editorial del periódico. Me pasó una dirección, fui a entrevistarme y al día siguiente me contrataron.

Yo ya había trabajado como cartonista político un año antes en El Porvenir –el rotativo más antiguo de la ciudad; que me pagaba una baba– y llevaba seis meses haciendo tiras cómicas para las ediciones juveniles del periódico El Norte, de Grupo Reforma (ya saben que un trabajo nunca es suficiente para "los artistas"); aparte, salía los martes haciendo caricatura deportiva en un programa de fútbol en el Canal 2 de Monterrey, donde nunca me pagaron ni un cinco argumentando que “me daban proyección” y “conocía gente famosa”. Culeros.

Viendo hacia atrás, en los quince años que duré en este diario, no pasó ni fu ni fa. Me refiero a que la gente conoció más lo que escribo y dibujo por medio de mi blog y mi cuenta de Twitter que por este periódico. Pero bueno.

La razón de mi renuncia fue que en dicha publicación nunca –nunca– me pagaban a tiempo, y eso me parece una falta de respeto, pues yo siempre entregué mi trabajo a tiempo. Duré quince años aguantando pagos atrasados y frases como: “Ponte la camiseta”, “No hay lana”, “No nos han pagado los anunciantes”, "No nos han pagado las maquilas", “Aguántanos a la otra quincena, que al cabo tú eres soltero y no tienes hijos”. Esta última frase me encabronaba tanto que me hacía desear poner una bomba en las instalaciones.

Ir a cobrar siempre fue algo indignante. Casi casi como si fuera a pedir algo que no era mío. Sentía un nudo en la garganta y un ardor en la panza cada que me decían: “No hay dinero”, y veía al dueño del lugar llegando en una camioneta Porsche Cayenne de modelo reciente o en el Mercedes Benz más lujoso que existe.

Ir a cobrar era tan doloroso como una patada en los huevos, que se sumaba a la patada que me daban cada quincena en el culo. Y me aguantaba por amor al arte, por ver mi trabajo publicado en papel, por los pocos correos que recibía de gente a la que le gustaba lo que hacía, por “traer la camiseta bien puesta”… Mamadas con las que nomás uno se compromete porque con quien uno se compromete es con uno mismo y con lo que le gusta hacer, pero eso al resto del mundo le importa un carajo.

Todavía hace un año me bajaron el sueldo. Me dijeron que "las cosas andaban mal", que "me pusiera las pilas", que trabajara más, que mandara más escritos, que dibujara más caricaturas, que tuviera un programa on line –porque le estaban apostando a la “televisión digital”–; y lo hice, ah, pero eso sí: sin recibir más dinero por ello, y, aparte, reteniéndome las quincenas.

Y pues a la verga. Troné como Ned Flanders en el capítulo de Los Simpson donde un tornado destruye su casa y manda a todos sus vecinirijillos a la chingada. Todo se me acumuló. Sobre todo recordaba los cuatro meses que no me pagaron estando yo en Toronto, pariendo chayotes sin dinero, diciéndole a la rentera que me diera chance unos días para poder pagarle y pidiéndole prestado a mis padres; todo esto mientras el director general y propietario del diario vacacionaba tres semanas en Dubai con toda su familia.

Qué poca madre, en serio; pero no pueden decir que la paciencia no es una de “mis virtudes”. Aguanté un chingo. Y no, no lo digo para que me lo agradezcan. El pendejo fui yo, por "paciente".

El martes de mi renuncia pedí que me devolvieran los recibos de honorarios de cuatro quincenas ya trabajadas. El contador de la empresa –no sé si fingiendo o en verdad empático– me dijo que era un trabajo que ya estaba hecho, que tenían la obligación de pagarme; pero neta que ya no quería saber nada de nada. Sentí que ya no podía humillarme más. Tenía que renunciar por pura pinche dignidad, y le dije que no quería que me pagaran, que simplemente me devolviera mis recibos para cancelarlos. No soportaría ir a rogar para que me pagaran lo que me quedaron a deber. Si no entienden que el trabajo es un intercambio, un trato, un servicio que se paga los días acordados aunque “seas soltero y no tengas hijos“, pues es su pedo. Tal vez ellos necesiten el dinero más que yo. Y me fui sin despedirme de nadie, sin dar las gracias (¿de qué?) y simplemente dejé de mandar mi trabajo. Y en dos semanas ni el dueño, ni el editor, ni nadie de los que fueron mis compañeros me han buscado. 

Yo ya no juego su juego. Me enferma, a pesar de que era un trabajo que me fascinaba, pero si no lo valoran, pues a la verga. Si son decentes me van a llamar o a mandar un email para decirme que pase a recoger el adeudo que quedó pendiente; si no, no hay pex: sé que como quiera dormirán con la consciencia tranquila. Así es esa gente de valeverga. A mí no me resulta ser como ellos. A veces tampoco me resulta ser como yo, pero me gusta más ser como yo que como ellos, aunque en una sociedad como esta casi siempre salga bailando con la más fea, transado, jodido, burlado, pisoteado, trepado. No me importa. Me siento tranquilo. Me aíslo un poco. El aislamiento es bueno. Dejas de rodearte de culeros y de ambientes pestilentes. Dejas de jugar el juego de los ojetes y los ojetes dejan de jugar contigo. Y no, no es victimizarme, sólo digo que no soy como ellos y prefiero mantenerlos lejos de mí.

Y, si un consejo puedo darles, es que no se pongan la camiseta de ninguna empresa, a menos que ésta se las proporcione o tengan mucha necesidad.  Porque acá era: “Ponte la camiseta, pero págala tú y, cuando yo quiera, te la quito”. No. A la chingada. Tengan dignidad, no tengan necesidades que los hagan perderla. Los negocios no contratan gente digna, contratan a necesitados, a lamehuevos, a los mejores y más obedientes esclavos, a los agachones. Yo fui un agachón durante quince años y, cuando me armé de huevos, ya no les serví.

En fin. Ellos se lo pierden.

lunes, julio 29, 2013

La niña rayada

Fui a desayunar a unos tacos a los que voy esporádicamente desde hace más de diez años. Dejé de ir un tiempo porque la señora que atendía –la dueña- era demasiado platicadora y fastidiosa, hasta que hace poco me enteré que la doña abrió otro puesto lejos del rumbo y que su hijo se había quedado a atender ese negocio. “Ojalá que el hijo no resulte igual de fastidioso que su jefa”, pensé, y me monté en la bicicleta.

Al llegar pedí cinco de frijoles con papa. “¿Refresco?”, me preguntó el hijo de la señora. “Si tienes agua, te pido agua, por favor”, y me senté. En eso salió una niña de unos cinco o seis años de una puerta con tela mosquitera. Cargaba un bote con agua. Le di las gracias, le sonreí y le acaricié el cabello cuando me lo entregó. Su papá le gritó desde la parrilla: “¿Cómo se dice, Abril?”. “Ponada, señor. ¿Quere otacosha?”, me dijo. “Nada, Abril, muchas gracias”.

Terminé de desayunar y me puse de pie para pagar. Abril llegó a mi mesa de la mano de su padre con una bandejita de color negro y el ticket en la otra mano. “¡Gracias, Abril!”. Pagué la cuenta y le di unas monedas de más. “Qué bonita estás, Abril”, le dije. El papá se agachó, le murmulló algo al oído y la niña me dijo:

-Deja tú lo monita: ¡lo Rayada!

Y el corazón se me quebró :(

¡¿Por qué lo hacen, pinches papás nacos?¡ ¿Por qué quieren hacer a sus hijas reguetoneras desde chiquitas? ¿Por qué les transmiten sus traumas?, ¿por qué les meten ideas idiotas?, ¿por qué las enajenan desde pequeñas?, ¿por qué matan su inocencia?, ¿por qué las enemistan desde esa edad con gente que ni conocen? ¿Por quéee, pinches padres nacos?... ¡Púdranse en el infierno, culeros!
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Abril: tú no tienes la culpa, pequeña, Te tocó un papá muy menso. Mejor suerte en tu otra vida. 

lunes, julio 22, 2013

El hombre es el hombre del hombre

Hay fiesta en el pueblo donde trabajo: abrieron un S Mart

Antes de la hora de la comida decido darme una escapada y unirme al jolgorio, pues el nuevo supermercado queda casi enfrente de mi oficina. 

La diferencia que tiene este centro comercial con el Soriana, el Aurrera y el Merco que existen desde administraciones pasadas es que éste abre 24 horas y cuenta con un área de comidas preparadas; obviamente con sazón más pinche y peor servicio que cualquier S Mart de Monterrey.

Imagino que La Empresa cree que la gente de este pueblo –en su mayoría de clase baja y media baja, con estudios truncos hasta primaria o secundaria- no merece lo que hay en Monterrey; o que tal vez no tienen la capacidad de exigir algo mejor porque ni siquiera pueden notar la diferencia.

Para mi sorpresa, las filas de las cajas son largas. También muy lentas, pero esto no me sorprende. El área de la comida preparada está atiborrada de gente. Hay algunas mesas vacías, pero lo están porque tienen montañas de basura sobre ellas: refrescos derramados, vasos de nieve derritiéndose, orillas de pizza, servilletas arrugadas… Un mugrero.

Noto que a algunas familias no les queda de otra mas que poner los desperdicios en el piso para poder sentarse. Nadie del personal del supermercado levanta la basura del suelo ni de las mesas. 

Pienso que a mucha gente las cosas no le duran nada. A veces no las cuidan ni siendo suyas. Si ven algo limpio no pueden dejarlo igual. Tienen una fijación por la mugre, por lo roto, por lo parchado; por dejar su huella; por marcar su territorio. No tienen inconveniente en pasearse entre basureros creyendo que alguien más recogerá los desperdicios o estos desaparecerán por arte de magia. 

Borro de mi vista la estructura del centro comercial y me imagino al aire libre, en un paraje natural; con árboles y riachuelos. Apuesto a que mi visión no duraría ni un día si fuera real. 

Puede ser que debido a las carencias –de todo tipo- de los pobladores de este lugar, las cosas sean así. Pero a veces creo que no importa la educación ni el nivel socioeconómico ni las oportunidades. El hombre pasó de ser lobo a hombre del hombre. El depredador de su entorno. Con diferencias mínimas entre millonarios y pobres. El primero destruye y ensucia tanto como el otro, sólo que el millonario tiene la capacidad de esconder su basura, de pagar por que se la lleven lejos; el pobre no. El jodido, por lo general, recibe los residuos -de todo tipo, incluso emocionales y espirituales- de los pudientes, y se acostumbra a vivir entre ellos porque la mayoría de las veces no le queda de otra. 

Mientras camino de regreso a la oficina por el amplio estacionamiento del centro comercial, me pregunto cuándo será la próxima fiesta en el pueblo. Tal vez cuando llegue el HEB. O el WalMart.

martes, julio 16, 2013

A mes y medio del primer volumen del Escuadrón Retro

¡¡¡Aviso!!! Ya funciona el botón de PayPal para los que quieran hacer pedidos del libro del Escuadrón Retro desde Estados Unidos (18 dólares), Centroamérica y Sudamérica (23 dólares) y Europa (25 dólares). Estas cantidades incluyen un libro autografiado y el envío. El botón de PayPal es amarillo, está en la casi-casi parte superior derecha de mi blog -abajo de la foto donde tengo un libro en la mano- y dice "Comprar ahora".
Si viven en México, el libro les cuesta $120 pesos (10 dólares si es por PayPal) con el envío ya incluido, y también va dedicado, autografiado y garabateado de mi puño y letra. El paquete lo mando por Sepomex, tarda de 6 a 10 días en llegar y va con número de guía, para que no se pierda.

Escríbanme a guffo76@hotmail.com por si tienen alguna duda, o depositen en la cuenta 0106819211 de Banorte, o hagan una transferencia con la CLABE 072 580 00106819211 9 a nombre de Gustavo Fernando Caballero Talavera. Una vez hecho el depósito, mándenme sus datos al correo, para enviarles el paquete.

Pero si les caga PayPal y las instituciones bancarias, pueden comprarlo en las tiendas ComicastleFantástico de Monterrey, Querétaro, Guadalajara y D.F.

¡Muchas gracias a todos los que lo han adquirido! Un abrazo.

martes, julio 09, 2013

El billar de He-Man

En algún momento de nuestra vida los hombres soñamos con ser jugadores profesionales de billar. A mí me sucedió durante la prepa y parte de la carrera. 

En aquel tiempo había tantos billares en la ciudad de Monterrey como ahora hay casinos y muertos. El Atlantis, el Moritas, el Bola Ocho, el Tucanes, el ¡Carambolas!, el Robin Hood y el Xanadú –por mencionar sólo algunos– fueron salas de billar que alguna vez visité con mis compas; pero al que iba casi a diario –por estar cerca de casa de mis padres– se llamaba Señor Pool. 

El Señor Pool era un pequeño local en un segundo piso –arriba de una tienda Supercolchones– sobre la calle lateral de Avenida Paseo de los Leones. No era un billar de mala muerte, pero tampoco era La Elegancia y El Buen Gusto atrapados entre cuatro paredes. Había cinco mesas para jugar: una de ellas con el paño rojo (ahí fue la primera vez que vi una mesa de billar con el paño rojo) y una barra de madera al centro con algunos bancos para sentarse, que casi siempre estorbaban para hacer los tiros. También se podía jugar a lanzar los dardos en un tablero circular de esponja y corcho que colgaba de una pared llena de agujeros. Detrás de la barra sólo se vendían refrescos en botella de vidrio, cerveza y bolsas de frituras; no había aire acondicionado y, los días entre semana, casi todo el día era “Hora Feliz”: pagabas una hora y jugabas dos. 

Al dueño del Señor Pool le decían He-Man. Era un güey de unos treinta años, todo mamado y malencarado que usaba el pelo ondulado hasta los hombros. Más que He-Man parecía un cavernícola, o uno de esos estereotipos de bárbaro que salen en las películas. Sólo sus amigos y los clientes más frecuentes le decían como al mero mero de Los Amos del Universo, pero nosotros, aunque íbamos casi todos los días, no nos atrevíamos a llamarlo así; tal vez por la diferencia de edades o porque una vez uno de mis amigos –tratando de hacer confianza–, le dijo: “¿Qué onda, He-Man?, véndeme una cheve, ¿no?”, y el He-Man, bien cagado, le respondió desde el otro lado de la barra: “¡¿Cuál He-Man, pendejo?! Y si quieres cerveza, primero que te salgan pelos en el culo”. Nos quedamos fríos. Ni ganas de burlarnos de nuestro compa nos dieron.

Una de las cosas que más recuerdo es la vez que llegamos al 2 X 1 del sábado –que era sólo de diez de la mañana a doce del medio día– y las escaleras por las que se subía al billar estaban llenas de sangre. Gino, el encargado –un cholillo veinteañero de coleta y pelos parados como cepillo– trapeaba los escalones. Nos explicó que en la madrugada el He-Man había sacado a chingazos a dos clientes que, borrachos, se negaban a pagar las horas que habían estado jugando. Mientras observábamos a Gino limpiar la sangre, llegó el He-Man. Los cuatro que íbamos dimos un paso –que pareció un salto– hacia atrás. El He-Man, que nunca nos había dirigido la palabra mas que para cobrarnos, esa mañana, lo hizo: "¿Quieren jugar una hora gratis?: ayúdenle a Gino a limpiar este pinche desmadre". En dos segundos ya estábamos llenando tinas con agua y trapeando. Ese sábado pagamos el 2 X 1 y He-Man nos regaló una hora de billar y una bolsa mediana de fritos.

El Señor Pool sigue apareciendo en Google Maps. La foto data del 2009. Hace mucho que no paso por ahí. La verdad no sé si siga existiendo. De lo último que me enteré fue que lo cerraron, lo volvieron a abrir y lo cerraron definitivamente. Cada que veo una mesa de billar o escucho a alguien mencionar la palabra, los recuerdo del Señor Pool se disparan como las bolas del triángulo después de un buen saque.