jueves, junio 27, 2013

Acuario Municipal

Si les gusta echar a volar la imaginación y escribir lo que resulta de este viaje, les recomiendo los concursos que organiza mes con mes el escritor mexicano Alberto Chimal en su página Las Historias. Son concursos que consisten en desarrollar una historia -un relato breve, generalmente- a partir de una imagen "random". La fotografía del último concurso (que presento aquí abajo) me inspiró a reescribir el texto del cine Aracely -que publiqué el viernes pasado-, y ésta fue la mafufada que resultó: 
El Le Barón es de los pocos cines porno que sobreviven en la ciudad. Está ubicado en la calle Mondragón, casi esquina con Lugones. Lo rodean edificios de fachadas desgastadas, salas de masajes y puestos de tacos. También algunas leyendas urbanas. La más conocida dice que si no vas acompañado, un hombre vestido de cuero negro y picos de metal se aparece en las butacas del fondo. Pero ninguna leyenda urbana es tan inquietante como la del Acuario Municipal. 

De niño lo visité varias veces. La primaria en la que estudiaba organizaba viajes cada mes. Lo que más me gustaba era el tanque de las mantarrayas, pues podíamos acariciarlas y darles de comer unas bolitas cafés que salían de máquinas tragamonedas. También recuerdo una pecera enorme -al fondo- que siempre tenía un letrero anaranjado que decía: “Cerrado por mantenimiento”. El agua de aquel tanque era tan turbia que no podía verse más allá del cristal. Mis compañeros y yo jugábamos a pegar el rostro en el vidrio, imaginando –con el corazón acelerado- que algo horrible saldría de entre la penumbra. El que aguantara más tiempo era el más valiente. 
Hasta que un día el Acuario Municipal cerró. 

Fue en una posada familiar donde escuché por primera vez “el misterio” del Acuario. Mi tío Roberto estaba sentado frente a la pecera que adornaba la cocina de casa de mis padres, absorto. Cuando me acerqué a la mesa para prepararme un whisky, de la nada, mi tío empezó a hablar: 

“Era tan hermoso como aterrador… El agua se aclaraba en las noches. En eso, salían los globos –así los llamaba yo- que cambiaban de color y hacían formaciones geométricas... como un ballet en perfecta sincronía. Y sentías como si estuvieras flotando dentro del tanque. Como hipnotizado… Pero te juro que siempre procuré irme antes de que los globos se pusieran azules, porque entonces empezaban los gritos de las muchachas... y el agua se agitaba como si el tanque fuera una licuadora gigante… como si el vidrio se fuera a romper. Pero me quedaba. Me atrapaban las luces… el ruido… los colores del agua. Después, todo era silencio... pero las imágenes y los alaridos volvían en mis pesadillas”. 
De pronto, sin despegar la mirada del tanque, mi tío Roberto enmudeció. 

Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando vino a mi mente aquél juego de infancia: el de ver quién aguantaba más tiempo con la cara pegada al cristal, pues claramente recuerdo haber visto rostros de mujeres diluyéndose entre la negrura del agua; pero siempre pensé que había sido mi imaginación. 

 “¿Conoces el cine Le Baron?”, dijo mi tío Roberto, clavando sus ojos en los míos.

viernes, junio 21, 2013

El Aracely

Caminando por el centro de la ciudad me topo con el mítico cine Aracely. Confieso que siempre había escuchado hablar de él, pero nunca lo había tenido enfrente; por lo que decido sacar la cámara de la mochila y tomar algunas fotografías. De pronto, un hombre robusto y con barba de candado sale de una puerta de cristal polarizado; se para en la orilla de la banqueta y me hace un ademán levantando las manos y parando el cuello, como preguntando “¿Qué quieres?”. Guardo la cámara en el bolsillo de la camisa, cruzo la calle y me acerco extendiéndole la mano, explicándole que las fotos son para un supuesto artículo que saldrá la próxima semana en un periódico ficticio: "Un artículo en el que hablo sobre construcciones emblemáticas de Monterrey". “Ah, perdón, pero es que uno ya no sabe las intenciones de la gente, compadre”, me dice, sereno y sonriente; y entonces entramos en confianza. 

El hombre –Héctor, se llama– me dice que el boleto de entrada cuesta $60 pesos. El precio lo confirma una cartulina anaranjada con plumón negro que está pegada en el vidrio de la taquilla. “Abrimos todos los días: los sábados de 10am a 10pm. Es como un cine normal”. Héctor recalca siempre la palabra “normal”. “Tenemos una dulcería, como los cines normales, pero obviamente las medidas de higiene de la sala son mayores”. Prefiero no ahondar en eso de “las medidas de higiene”, pues supongo a lo que se refiere.
Héctor también me platica que lleva 15 años trabajando ahí, y que siguen conservando los proyectores de 35mm –“unas reliquias que han de valer una lana”–, a pesar de que la mayoría de las películas que proyectan ya son en formato DVD. 

En eso, el teléfono de la taquilla suena. Héctor me pide que lo disculpe; mete la mano por una abertura y saca el auricular. Cuelga minutos después. “Si quieres otro día te doy un rol por adentro, ahorita ya me tengo que ir a unos mandados, compadre”. “No te preocupes,” le digo. “Te agradezco mucho tu tiempo” Antes de estrechar su mano para despedirme, me dice que quienes acababan de llamar son los dueños del cine: “Es una pareja de viejitos. Unas reliquias: como los proyectores”. Reímos. Cruzo la calle y me quedo con la imagen de una pareja de más de setenta años usando ropa de látex negro. 

El Aracely es de los pocos cines porno que sobreviven en la ciudad. Está ubicado en la calle Isaac Garza, casi esquina con Villagómez, en el centro de Monterrey. Lo rodean edificios de fachadas desgastadas -algunas balaceadas- y salas de masajes. También varias leyendas urbanas. Una de ellas dice que si vas solo y alguien se sienta en la butaca de enfrente, te está invitando a tener sexo; otra cuenta que los domingos el cine permanece cerrado porque hacen orgías. Pero a la fecha no he conocido alguien a quien le consten tales historias. De hecho, cuando se las mencioné a Héctor, se rió y lo negó. 

Me acuerdo que hace más de veinte años los periódicos todavía publicaban entre sus páginas una larga lista de películas pornográficas en exhibición; incluso más larga que la cartelera infantil, que se limitaba a las matinés de dibujos animados del Teatro Montoya, los fines de semana. 
Lo recuerdo porque a esa edad me llamaban mucho la atención los nombres de estas salas –Sala Rex, Cine Chaplin, El Adelita, Cine Encanto, Vistarama, Lírico I y II– y las películas que proyectaban: “Colegialas Ardientes”, “Sexorama 2000”, La Guarra y el Vagabundo”, "La Ninfómana que se vino del Espacio”, por mencionar algunas. También me llamaba la atención que a estas películas les pusieran tres letras equis, que para mí eran “tachitas”, y que relacionaba con las que ponía mi maestra con tinta roja en los exámenes para los que no había estudiado muy bien. Por lo tanto, en mi cabeza deducía que las "tachas" también eran algo “malo” en el mundo de los adultos; algo “prohibido” pero “permitido” al mismo tiempo; un misterio inquietante para mi edad. 

Hasta que un día dejaron de publicar la lista de películas porno en los dos periódicos que había en ese entonces, a pesar de que los cines seguían funcionando. Imagino que fue cuestión de negocios y de doble moral, defecto que siempre ha caracterizado a esta ciudad. Según Héctor, los cines porno dejaron de ser negocio cuando empezó el auge de las antenas parabólicas y los establecimientos de renta de videos, por eso muchos cerraron; pero eso para El Aracely fue una ventaja, pues había menos competencia. Hasta que se desató la ola de violencia y los cines porno no fueron los únicos negocios que se vieron obligados a cerrar; transformándose manzanas enteras de zonas comerciales en pequeños pueblos fantasma.

Pero El Aracely ha sobrevivido. Según Héctor, nunca ha cerrado sus puertas, aunque acepta que ha bajado la afluencia de clientes. El Aracely sigue de pie, a pesar de las nuevas tecnologías, las crisis económicas y la violencia. El Aracely sigue ahí, rodeado de abandono, recordándonos que hubo un tiempo en que abundaron este tipo de cines y Monterrey era un mejor lugar para vivir.

lunes, junio 17, 2013

Pequeños secretos de mi ciudad

Suelo estacionar el coche algunas cuadras después del lugar al que voy.

Lo hago para caminar. Caminando se conocen las ciudades.

También lo hago porque siento que es una forma de reconciliarme con la mía.

Descubrir rincones que no conocía porque siempre pasaba en coche y no me detenía a contemplarlos.

Creo que no puedes amar algo que no conoces; o que conoces a medias.

Pero también creo que puedes odiar algo que conoces muy bien.

Caminar entre estas calles es una manera de decir: "Te odio pero quiero aprender a amarte".

Aunque me queda claro que el amor no es algo que brote a la fuerza o se imponga a huevo.

Pero mientras estás con algo o con alguien, es mejor sentir amor a sentir odio; o, peor tantito: no sentir nada.

Con el sol de las seis de la tarde de frente, me topo con un mural en una esquina, con un árbol creciendo entre los escombros de una casa abandonada y con una famosa fábrica de dulces cuyas ventanas se ven tan reales que nunca me había dado cuenta que son pintadas.

Y me maravillo con estos secretos recién descubiertos en mi ciudad.

viernes, junio 14, 2013

Notición II

Mi libro del Escuadrón Retro ya está a la venta en las tiendas ComiCastle de Monterrey, D.F. Guadalajara y Querétaro.
Prometo que el lunes escribiré más de otras cosas y no nomás de mi libro de monitos. Saludos a todos.

miércoles, junio 05, 2013

Anda bien "high"

Recuerden que ya pueden adquirir el libro del Escuadrón Retro. Informes en la sección de comentarios o en el post de abajo.