miércoles, octubre 31, 2012

Bullying

Al principio de todo este alboroto no comprendía bien a bien a qué se refería la gente cuando mencionaba la palabra bully. Para un hombre de mucho mundo, como yo, Bulli siempre fue ese restaurante español sobrevaluado, propiedad de un científico loco llamado Ferran Adriá. Pero con el tiempo me di cuenta que la palabrita se puso de moda –“imposible que tanta prole esté hablando del mentado restaurante”, pensé-, y que era muy usada por los padres de familia, los psicólogos, los disque investigadores y los medios de comunicación. Fue entonces que comprendí que se referían a la acción de uno o varios chavitos que le hacen la vida de cuadritos a alguno de sus compañerito a base de insultos y golpes. Lo que sigo sin comprender es por qué el bullying se ha convertido en una problemática social grave.

Creo que el bullying es como las drogas: siempre ha existido. Desde el inicio de los tiempos. Si no, recuerden cómo Pedro Picapiedra se la pasaba jode y jode a su “amigo” Pablo Marmol, llamándolo “enano”. De “pendejo” nunca lo bajó al pobre. O recuerden lo que dice en la Biblia, eso de que Judas le decía “hippie pitochico” a Jesús y hasta le mandó poner clavos en las manos y ondas sadomasoquistas y de bondage más gachas que Fifthy Shades of Grey. Pero bueno.
Aceptemos que alguna vez fuimos esos ojetes que abusaban de morritos más chiquillos y que en algún momento –por ahí del quinto o sexto grado- también fuimos la comidilla de los que iban en secundaria. O incluso se prolongaba la jodedera hasta la prepa. Pero ya. Hasta ahí. No pasaba a mayores ni traía más consecuencias que una visita a la dirección, una disculpa sincera, una suspensión, una expulsión, un pleito atrás del gimnasio, una correteada por parte del papá a los niños que le daban de zapes a su hijo o tal vez nos quedábamos con el mote de “rajón” por una o dos semanas; pero ahí acababa el drama y todo volvía a ser color de rosa. 

Pero últimamente como que han hecho pedo y medio alrededor de este tema. Expertos de todo tipo y hasta astronautas dan su punto de vista y le escarban y le aplican ciencias bbuenas y ciencias ocultas y dicen que investigan a mil factores sociales y culturales y familiares para poder llegar al fondo de zzzzzzzz… Puras mamadas. Quizás ahora haya este movimiento antibullying porque uno se entera más de estos casos porque vivimos en una época en donde casi todos tienen acceso a algún aparatejo que graba cualquier situación, lo que permite que padres y maestros se enteren de lo que posiblemente antes no se enteraban. O tal vez está de moda porque los gringos le pusieron un nombre muy cool y quieren inventar alguna enfermedad mental –tanto en el niño abusado como en los niños abusivos- para desarrollar medicamentos nuevos y así reactivar su economía y llenar los manicomios y cárceles de gente. O pudiera ser que se habla tanto del bullying porque –como en el tema de las drogas- algo se salió de control. Si la razón es esto último, la pregunta sería: ¿qué chingados se salió de control y por qué?

Continuará... (pero, por lo pronto, opinen).

miércoles, octubre 24, 2012

Jodorowsky se la pela al Filósofo de Cantina

Vine a buscar al Filósofo de Cantina. Lo encontré sentado en la mesa de siempre, con la silla de espaldas a la puerta principal, mirando hacia una enorme pantalla de plasma: la nueva adquisición del Zacatecas, supongo. Tenía a un lado una botella de cerveza que sudaba y encharcaba una servilleta doblada por la mitad.

Me acerqué por un costado, tratando de no hacer ruido, para sorprenderlo. Le palmeé el hombro con la mano izquierda y le extendí la derecha para saludarlo. El Filósofo pegó un brinco y después miró hacia arriba, para ver quién era. Soltó una carcajada al reconocerme. Sacudió mi mano, se puso de pie y me abrazó con fuerza: como lo hacen los viejos amigos.

-Qué bueno que llegaste: no soportaba seguir fingiendo que me interesa ver deportes en la televisión –me dijo con una sonrisa que contrastó en su rostro siempre serio.

El Filósofo de Cantina jaló una silla para que me sentara. A falta de opciones cerveceras, pedí una Superior, que vino acompañada de un plato con higaditos deshidratados y pico de gallo. Alcé la cerveza y la choqué con la del Filósofo. 

-¿Qué descubriste? –me preguntó antes de dar el trago que sigue siempre a un brindis.

Preguntas tan concretas siempre tienen algo de abstracto. O tal vez es al revés: preguntas tan abstractas buscan siempre respuestas concretas. 

Le platiqué -con el lujo de detalles que mi memoria me permitió- todo lo que hice durante el año que no lo vi. Le conté lo que había aprendido, lo que seguía buscando y lo que no había logrado; los lugares que visité y las personas que conocí. Le describí la sensación que no deja de perseguirme; ésa de no hallarme en ningún sitio, o de hallarme por momentos y después querer salir huyendo –harto- hacia otra parte.

Quizás el Filósofo de Cantina percibió que intenté disimular el tono quebradizo de mi voz al pronunciar estas últimas palabras, pues me interrumpió diciendo:

-No es algo que deba incomodarte. ¿Acaso no dicen los más sabios -y los más estúpidos lo repiten- que la vida es un viaje y no un destino? Si un estúpido repite como cotorro lo que dice un sabio, es que está haciendo todo lo contrario a lo que el sabio dice. Recuerda que el estúpido repite, el sabio dice y el más sabio actúa. La mayoría busca el destino. El bunker donde se sientan protegidos. A veces ni buscan: se quedan donde están porque prefieren la seguridad que da el tedio de la rutina. Pero predican lo contrario. Haz de la búsqueda tu rutina. Siempre será una práctica más amable, creo yo; más llevadera, pues lo inesperado será tu rutina. Benditos los que no encajan en ninguna parte, pues su búsqueda será eterna. Pero creo que todo lugar que te dé respuestas, es tu sitio. Las respuestas nunca terminan. Están siempre en el aire. Incluso hay preguntas que ni siquiera se han inventado aún para recibir tales respuestas, que se asimilan sólo con los sentidos que la mayoría ignora tener; y que, a final de cuentas, están en lo más profundo de uno.

El Filósofo de Cantina dio un trago a su cerveza, sin quitarme los ojos de encima, y me dijo:

-Me ha dado mucho gusto verte. 

Regresé a casa un par de horas después. Me senté en la banqueta a contemplar la silueta de las montañas, pensando hacia dónde me llevará mi siguiente "viaje interior"; por no decir: "hacia dónde me llevará el hartazgo de no hallarme en ningún lugar".

lunes, octubre 22, 2012

La carta de lotería con la que a México le ha tocado jugar desde hace seis años -o más- y posiblemente le tocará los próximos seis:
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martes, octubre 16, 2012

No es fácil despedirse de un lugar

Los lugares involucran muchas cosas: gente, comida, creencias, paisajes, aromas, historia... Muchas cosas. Todas esas cosas en conjunto terminan por darnos experiencias únicas; pero siento también que los lugares vibran por sí solos, y nos hacen vibrar en una misma frecuencia, provocando que -aunque vayamos de paso- echemos raíces al andarlos.

Hay lugares que tocan algo muy profundo en nuestro ser. Nos transforman. Nos hacen ver la vida de otra manera. Despiertan sentimientos. O los reinventan. Los lugares son seres vivos con cinco sentidos, así sean espacios agrestes y solitarios o con toneladas de vidrio y concreto encima. Son como el arte, pues hacen brotar emociones, y las emociones nos recuerdan que no hemos muerto en vida. Pero, sobre todo, los lugares engendran recuerdos: lo único que permanecerá hasta el final de nuestros días. 

Los recuerdos son las raíces que esos lugares echan en nuestra memoria.

Adiós, Toronto.

martes, octubre 09, 2012

Constelando contemplaciones

De niño siempre quise encontrarle forma a las constelaciones de acuerdo a sus nombres, pero nunca pude ver un pegaso, una hidra, un delfín, un dragón o un cisne. 

Intentarlo era divertido, pues el cielo me recordaba a esos cuadernos para colorear que solían comprarme mis padres, en donde venían laberintos, sopas de letras y juegos de unir puntos que formaban figuras. Cuando me terminaba los cuadernos, me tiraba boca arriba en el pasto, y con el dedo índice apuntaba hacia la noche estrellada.
  
El cielo se despejó de pronto y a medida que se iba ocultando el sol empezaba a bajar la temperatura. Puse mi pantalón y zapatos mojados a un lado de la fogata, y me senté sobre una piedra casi plana a contemplar el fuego. En la tarde, mientras recolectaba leña con los otros miembros del campamento, tuve que aventarme al lago cuando un par de troncos que usaríamos para cocinar, rodaron y cayeron dentro del agua.  

Después de cenar y beber un poco de vino en tetra pak, arrastré la canoa hasta la orilla. Subí en la embarcación y remé dándole la espalda a la luna. Fue como entrar en la boca de un animal. Pude sentir la respiración de la noche, como un ser viviente gigantesco que me inhalaba hacia sus entrañas. Remé hasta el centro del lago, padeciendo una ceguera total que sólo se curaba mirando a las estrellas. 

Estar en medio de una laguna rodeada de bosques, casi a la media noche, confronta a cualquiera con uno mismo y con todo a la vez. “Si no hubiera nada de lo que conocemos, esto sería todo”, pensé entre maravillado y decepcionado. El lago y el cielo se convirtieron en espejos de mi propia naturaleza. Me recosté en el piso de la canoa, como si fuera el pasto de casa de mis padres, y pude ver más formas de las que veía de niño. Esta vez no uní las estrellas con el dedo índice, pues sentí que ya todo estaba perfectamente unido y que, al mismo tiempo, se desunía y se disolvía y se dibujaban nuevas formas en mi cabeza.

Dejé de buscar respuestas y deducciones al montón de preguntas que me surgían. Desconecté la parte del alma que va ligada al cerebro, ésa que siempre nos cuestiona de dónde venimos, para qué venimos, hacia dónde vamos y nos impide disfrutar de este tipo de momentos, y mejor dejé que mi imaginación volara. Fue como reflejarme en una maquinaria perfecta donde podía ver todo lo microscópico de manera macroscópica. Cada estrella era cada uno de mis poros, de mis células, de mis moléculas, de las partículas del polvo que estamos hechos: el polvo de estrellas, quizás. Todo de pronto me pareció circular; un principio que termina igual que un final que comienza. 

Levanté la mano y en vez de unir los puntos luminosos como lo hacía de niño, imaginé que tenía un cepillo al que le frotaba las cerdas llenas de pintura blanca y salpicaba el lienzo más negro que había visto en mi vida. Como una firma particular. Como una señal de que había estado ahí; de que era parte de un todo y que lo sería para siempre.
Al día siguiente, el cielo amaneció alfombrado. Era el triste momento de regresar a la ciudad.

jueves, octubre 04, 2012

Un bramido entre la espesura

La niebla se ha disipado. El sol ha alcanzado su punto más alto. Remo durante una hora hacia el lugar en donde se encuentra la represa de los castores. Antes de navegar entre los islotes que bordean un pequeño canal por donde acostumbran nadar estos roedores, guardo silencio y dejo que la suave corriente arrastre el bote. Me detengo metiendo el extremo del remo en el agua cuando veo una mancha café oscuro entre el pastizal. Es una familia de castores arremolinados entre la maleza. Una pareja y su cría. Me sostengo de la rama de un tronco caído, tratando de no hacer ruido, para  contemplarlos el mayor tiempo que me sea posible. 

El castor de mayor tamaño abre los ojos. Son como dos canicas muy negras y brillantes. El animal permanece inmóvil por un rato y después gira la cabeza y olfatea el aire que lo rodea. Los otros dos despiertan y hacen lo mismo, como si hubieran percibido mi presencia. De pronto, de lo más profundo del monte, surge un bramido. Es como el mugido constante de una vaca mezclado con el croar de un sapo. La familia de castores salta al agua, provocando ondulaciones que agitan la canoa. 

Escucho el gemido por segunda vez. Más fuerte que el anterior. Suelto la rama del tronco caído y tomo el remo con ambas manos. El gemido se escucha por tercera ocasión. Hace retumbar la taiga canadiense. El corazón se me acelera y la sangre me burbujea, provocándome un escalofrío intenso. Las ramas de los árboles se agitan y crujen al quebrarse, como si maquinaria pesada se abriera paso entre el follaje, dirigiéndose hacia donde me encuentro.  

De pronto, entre las hojas, veo que emerge una cornamenta. Es un alce enorme. Nunca había visto uno. Creo que ni siquiera en un zoológicos. Se detiene en la orilla del riachuelo. El guía alguna vez me comentó que entre septiembre y noviembre es la época de apareamiento de este animal. Que con suerte veríamos alguno. La suerte acaba de llegarme. 

El alce me dirige una mirada y bufa, expulsando brisa de sus fosas nasales. Remo muy despacio en reversa, sin darle la espalda. Recuerdo las palabras del guía: “Un alce en celo puede matar a un oso”, y uno de mis brazos tiembla, como si lo sacudiera una corriente eléctrica. El animal me observa mientras me alejo. Un fuerte olor a heno y almizcle flota en el ambiente. El alce emite un último y poderoso bramido antes de internarse de nuevo en la espesura.

La efervescencia en la sangre me dura todo el camino de regreso al campamento. Quienes no encuentran fascinante ni digna de respeto a la naturaleza, no entiendo de qué forma la ven.

Al centro de la foto, el alce.

lunes, octubre 01, 2012

El reloj del bosque

Un ruido me despierta muy temprano. Me pongo las sandalias impermeables que tengo a un lado del saco de dormir y salgo de la carpa frotándome los ojos. Una corriente gélida me golpea el rostro y mi aliento dibuja trazos de vapor en el primer frío del otoño. Uno de los extremos de la lona de plástico azul que cubre la tienda de campaña y la protege de las lluvias se ha soltado y se agita con el viento. Tomo el extremo de la lona que latiguea en el aire -con la estaca de fierro que la sujetaba aún amarrada- y lo hundo de nuevo en la tierra húmeda, golpeándolo con una piedra de buen tamaño.

Respiro hondo el perfume que desprende  la tierra bañada por el rocío. Me incorporo y me sacudo las manos en el pantalón deportivo que uso para dormir. La mañana está cubierta de neblina. Nunca había visto una bruma tan espesa deslizarse sobre el lago. Es como una manada de animales fantasmagóricos pretendiendo escapar de las luces del amanecer.

Me subo los pantalones hasta las rodillas para no mojarlos. Arrastro la canoa -que yace a un lado de los restos de la fogata de la noche anterior- hasta la orilla, y subo en ella. Remo abriéndome paso entre la niebla, rompiendo la quietud con que reposaba la superficie del agua. 

Los remos son como el reloj del bosque. Cada brazada es una manecilla que marca la pauta de un largo segundo. Justo cuando estoy en el centro del lago, dejo de remar, y un silencio remoto me envuelve. La superficie del agua vuelve a quedar inmóvil, como si tuviera la dureza de un espejo. Pareciera que el tiempo se congeló y he quedado atrapado en un lugar apacible y primitivo, hace miles de años.

De pronto el sol asoma sus primeros rayos por el horizonte. El bosque se refleja de cabeza en los márgenes de la laguna. Sus destellos rebotan y crean un curioso efecto de luz en los árboles, que han cambiado los tonos verdes por el rojo y el amarillo. Es como si una corriente eléctrica los recorriera y sus hojas palpitaran como lo hacen las brasas, que suben y bajan su intensidad conforme a la fuerza del viento. Es como si el bosque entero ardiera, majestuoso... 

El tiempo avanza de nuevo cuando comienzo a remar. 

Continuará...