viernes, junio 22, 2012

Las disparatadas aventuras amorosas de Mamá Fratelli

Hace algunos días estaba tomándole unas fotos al supersándwich que a diario me preparo para desayunar o para llevármelo a la escuela, cuando de pronto escuché la voz nasal de Mamá Fratelli que me llamaba a lo lejos, como de algún rincón de ultratumba, brrrrrr:

-Gos? Are you there? – o sea: “¿Gus? ¿Estás ahí?” 

- Yes, Fratelli Mom. What fart do you have? - o sea: “Sí, Mamá Fratelli. ¿Qué pedo traes?”

Guardé mi cámara fotográfica para que Mamá Fretelli no la viera y no me empezara a hacer preguntas de que si era hecha en China o de que cuánto me había costado o de que si blablablá, y empecé a morder el manjar que acababa de prepararme. Mamá Fratelli no respondió a mi pregunta, pero escuchaba sus pasos que se acercaban. Algo en el sonido de sus pisadas me advirtió que no eran normales: o la mujer venía trotando a gatas o venía con otra persona, pues se escuchaba mucho pinche zapateo; como un galope.

De pronto, en el umbral de la puerta de la cocina, apareció mi rentera con un joven misterioso. El bocado que estaba masticando se me cayó de la boca cuando escuché a Mamá Fratelli decir:

-Mira, Gus: te presento a Édgar.

¡NOOOOOOOOOOOOOO! (imaginen este grito como en las películas: con el fondo haciéndose hacia atrás y mi imagen acercándose a la cámara). Era ¡Édgar! ¡Mi peor enemigo! ¡Mi rival! El nombre que Mamá Fratelli menciona entre sueños. Ese nombre que le hace soltar suspiros de decepción cuando se percata que quien llega a casa soy yo: “Gos”, y no el mejor inquilino que ha tenido en años.  Édgar: ese joven religioso de Monterrey que hace un año vivió en el cuarto en el que ahora yo vivo y del que tanto me ha hablado Mamá Fratelli, estaba justo enfrente de mí.

Al principio le solté una mirada desaprobatoria, acompañada de un gruñido: como haría cualquier perro que siente invadido su territorio; pero Édgar me vio con la nobleza de un ángel y a la vez con algo de sarcasmo en sus pupilas: sabía que yo nunca podría ocupar ese lugar especial en el corazón de Mamá Fratelli, pues ese lugar seguía reservado para él, snif. Los primeros días fueron tensos. Para mí, no para él, que tiene el amor de Mamá Fratelli. Fueron tensos pues llegaba a casa y lo primero que preguntaba la señora era que si Édgar había llegado. Ahora con más razón. Y la misma historia: cuando le decía que era yo, soltaba un “Ooooh…” y me decía que me quitara los zapatos porque no pensaba aspirar, se arremolinaba de nuevo en el sillón y seguía soñando con Édgar. 

Pero con el paso de los días, la tensión se fue reduciendo. Tomé las cosas por el lado positivo porque en verdad empezaron a suceder cosas positivas en mi entrono. De hecho, hasta he sentido ganas de abrazar a Édgar, besarle esos cachetotes que tiene y agradecerle todo lo que ha hecho por mí.

Y se preguntaran que qué ha hecho por mí. Pues bueno, para empezar, desde que llegó a la casa Mamá Fratelli ya no me atosiga con sus pláticas comparando lo cara que es la vida en Toronto a diferencia de otros países; tampoco me molesta con sus preguntas racistas y extrañas y sospechosas, pues ya tiene quien la escuche pacientemente para ganarse el cielo; algo que a mí no me interesa. Ya tampoco me siento tan mal cuando Mamá Fratelli dice su nombre en vez del mío. Ahora hasta lo justifico y me vale madres. Pero lo más chingón de todo es que Mamá Fratelli le echa muchísimas más ganas a la hora de cocinar. Ya no prepara la misma pinche ensalada con frijoles negros y garbanzos fríos ni las mismas piernas de pollo desabridas. La vez pasada incluso hasta de arregló y compró jalapeños y se los puso a un guisado de carne de res que hizo para la cena. Incluso hasta escuché que silbaba lo que parecía una canción de Beyonce mientras revolvía el sartén. Entonces, no me puedo quejar: la vida va bien. Lo único que pido es que Édgar se quede hasta que yo me regrese a Monterrey.

Lo extraño es que el día que Mamá Fratelli me presentó a Édgar -esa mañana que le estaba tomando fotos a mi sándwich para enseñárselas a mis lectores- se me jodió mi cámara de fotos. Supongo que Mamá Fratelli y Édgar están conspirando en mi contra y haciéndome brujería, snif.

lunes, junio 18, 2012

El oráculo del minotauro

De niño me obsesionaban dos cosas: los dinosaurios y la mitología griega. Aunque creo que más lo segundo. Antes que querer ir a Disneylandia -como todo niño “normal”- soñaba con viajar a Grecia porque creía que allá vivía Hércules y que había pegasos, minotauros y centauros como si fueran perros callejeros. Mis padres me compraban todos los libros que podían sobre el tema –la enciclopedia Time Life y la Colibrí- y me pasaba las tardes viendo las fotografías e ilustraciones, imaginando que recorría los cielos en un corcel alado, armado con un escudo y una espada que en realidad eran un palo de escoba y la tapa de un bote de basura.

Me acuerdo que casi a diario soñaba con estos seres fantásticos que, aunque me gustaban mucho, la apariencia de algunos de ellos no dejaba de provocarme algo de miedo; miedo que me hacía despertar en las madrugadas y salir corriendo de mi cuarto para meterme en el de mis papás.
Últimamente he tenido sueños similares a los de mi infancia; también me han sucedido coincidencias extrañas que -siendo honesto-  si alguien más me las platicara, dudaría en creerlas. Y no los culpo si no me creen. De hecho, ni siquiera creo que les quede claro lo que a continuación escribiré. Sólo deseo que algún día les suceda lo mismo que a mí.

Hace algunos días tuve un sueño que vino a desbordar en esta mente que todo lo negaba y nada lo creía esa cuestión de que "hay algo más pero no sé qué sea, pero de que lo hay, lo hay". En mi sueño me encontraba en una playa repleta de columnas de mármol acanaladas, con capiteles en forma de espiral y otros con rostros tallados. Rostros de toros. Algunas columnas estaban de pie y otras tiradas sobre la arena. En medio de la playa, entre las ruinas, había un minotauro sentado que contemplaba el mar. Yo caminaba en dirección de la bestia, que a veces desprendía la mirada del océano y la posaba sobre mí. No era una mirada amenazadora, al contrario, era apacible: como si me reconociera; como si fuera el minotauro que soñaba de niño. Era como si al fin estuviera confrontando un miedo que nunca supe qué era. Después me sentaba a un lado del hombre con cabeza de toro y me ponía a observar el mar. Podía sentir su respiración y cómo me miraba de reojo. Mezclada con la brisa marina escuchaba una voz que me decía que no lo mirara a él, que mirara hacia el mar, y a lo lejos alcanzaba a percibir a una mujer que se acercaba rompiendo las olas y ondulando el brazo. Podía ver que me sonreía a pesar de la distancia. Sus ojos brillaban con el sol, como dos pedazos de roca volcánica pulida. El minotauro bufaba, se ponía de pie, me palmeaba en el hombro y se retiraba. El viento soplaba y la mujer se acercaba cada vez más a mí. Me ponía de pie y me metía poco a poco en el océano, hasta que el agua me cubría las rodillas. La voz en el viento susurraba de nuevo. Me decía: “Nunca fuiste a Grecia, pero Grecia vino a ti”. Y ahí fue cuando desperté. 

Últimamente me han sucedido cosas muy extrañas. Situaciones que me ponen a pensar si en verdad el destino ya está escrito y eso de que lo vamos trazando es una farsa. Si es lo primero, el destino que me espera me gusta, y por mí que ya esté trazado aunque confronte mis viejas creencias y lleguen a intrigarme las vueltas que toma la vida. Pero lo que más me intriga no es eso, sino recordar el rostro de aquella mujer. No la mujer que vi en mis sueños saliendo del mar, sino la que meses antes de venirme a vivir a Toronto me dijo: “Yo no soy ninguna charlatana, hijo. Yo simplemente te digo lo que está escrito en el cielo. Y eso es lo que va a pasar... quieras o no”. Me acuerdo de sus ojos y me acuerdo del tono de voz con el que me lo dijo; me acuerdo de lo que ha sucedido desde que me vine para acá y en todo lo que va a suceder. Pienso en esto y la piel se me eriza como nunca antes lo había sentido. 

lunes, junio 11, 2012

Las preguntas suben como burbujas a las estrellas

Todas las noches de sábado terminamos sentados en la cornisa de un apartamento sobre la calle Church –casi esquina con Queen- donde viven dos compañeros brasileños. Varias veces nos ha amanecido ahí arriba.

Es un pequeño techumbre de metro y medio de ancho -con una canaleta de aluminio que sirve como desagüe- que cubre la casa de empeño y la tienda de conveniencia que están al nivel de la banqueta. Al departamento se accede por una puerta de cristal opaco y una escalera alfombrada que está entre ambos negocios; a la cornisa, por un par de ventanas que están en la habitación donde debería de haber un comedor.

Acostumbramos sacar una pequeña hielera –que en realidad es un cesto de basura con hielo y cervezas dentro- y la tranquilidad de la calle, los árboles de la plaza y la silueta barroca de la iglesia de enfrente nos ponen a filosofar.

He escuchado pláticas muy diversas e interesantes, que me han puesto a reflexionar sobre muchas cosas. Pláticas de personas de todas las edades, nacionalidades y religiones. En especial me gustan esos silencios que se prolongan después de que alguien cuestiona algo a lo que nadie tiene respuesta. No son silencios incómodos, como los que surgen entre personas que se conoce desde hace tiempo y ya no tienen de qué platicarse. Son silencios en los que pareciera que todos nos conectamos y olvidáramos que tenemos gustos, opiniones y creencias distintas.

Nadie finge conocer la respuesta de nada y, mucho menos, tener la razón. Cada pregunta genera más preguntas; cada pregunta abre brechas a más conocimiento. No dudo que alguien en el fondo crea conocer la respuesta -o estar muy cerca de ella-, pero creo que prefiere guardarla, pues el hecho de decirla le quitaría la mitad del interés a ese ejercicio de reflexión al aire libre.

Durante esos silencios largos volvemos los rostros al cielo y sorbemos de nuestras botellas, como si fuéramos a encontrar algún indicio de respuesta allá arriba. Las burbujas de la cerveza bajan por nuestras gargantas y luego se suben a la cabeza, como se elevan nuestras preguntas hacia las estrellas.

jueves, junio 07, 2012

Los rumores del bosque boreal

La alarma de mi teléfono sonó a las seis de la mañana del viernes. Es el único despertador que tengo. Salté de la cama para apagarla y vestirme con la ropa que había dejado tendida sobre el buró la noche anterior. Fui a la cocina todavía sin haberme calzado los zapatos viejos y me preparé un sándwich de carnes frías con mucho aguacate para comérmelo en el camino. Cuando estuve listo, me colgué la mochila al hombro, salí de casa y caminé bajo una tenue llovizna hasta la esquina donde pasa el autobús número 32 que va hacia el Este de la ciudad.
Después de veinte minutos de trayecto –en donde yo era el único pasajero del vehículo- llegué al punto acordado. El remolque con las canoas y la camioneta tipo van que lo arrastraba y me llevaría al Parque Provincial Algonquin me estaban esperando.

El Parque Provincial Algonquin está al norte de Ontario, a tres horas de Toronto, pasando el distrito de Muskoka. Abarca casi 8 mil hectáreas de bosque boreal y lagos. Su vegetación es tan densa que a los claros en donde se puede acampar sólo se tiene acceso por agua. Se podría decir que el lugar no es tan conocido debido a que es una zona con desarrollos muy controlados, que no contemplan el turismo masivo. No hay resorts, ni viajes guiados, ni baños; y está prohibido llevar vidrio, latas o botellas de plástico. Por mí, eso está excelente: entre menos humanos vayan es mucho mejor.
Antes de poner mi mochila en la parte trasera de la van, saqué de ella una pequeña cangurera con algunas cosas necesarias para el viaje por carretera: un poco de dinero, un paquete de chicles, una pequeña libreta para tomar notas y una pluma. Con la cangurera amarrada a la cintura, me subí en el asiento del copiloto y arrancamos rumbo a Algonquin. Al tomar la primera curva en un semáforo, empecé a escribir estos renglones en mi cuaderno.

Baz, el maestro de inglés experto en campismo, me iba platicando que la camioneta se la había comprado a muy buen precio a una iglesia bautista que estaba en quiebra hace algunos años. Me dijo que la situación de la iglesia era tan crítica que incluso estaban vendiendo el terreno con todo y el edificio; incluyendo las bancas de madera y la campana del campanario. En aquel tiempo Baz tenía ahorrado dinero suficiente para hacer una oferta, pero cuando le comunicó su plan de comprar el lugar a su esposa, a ésta no le pareció tan buena idea, pues, siendo creyente, dijo que no se sentiría muy a gusto haciendo el amor en una casa que había sido el templo de Dios. Al decir esto último, Baz soltó una carcajada y le dio la razón a su mujer.

Dejamos atrás los grandes edificios de acero y cristal que a diario recortan el horizonte del centro financiero de Toronto. Baz metió un disco compacto en el estéreo de la camioneta y la primera canción que sonó fue I still haven´t found what I´m looking for.
La letra me puso a pensar en las veces que las personas me preguntan si he encontrado lo que estoy buscando. Cada que me hacen esa pregunta siento que esperan escuchar una respuesta profunda y pienso que se decepcionarían al saber que a veces ni yo sé en busca de qué ando. Desgraciadamente no tengo una respuesta ni lógica ni mística, pero sí una muy simple: busco hacer lo que quiero y lo que siento. No hay más misterio ni secreto. Busco vivir como quiero. Disfrutando mucho lo poco que tengo sin aspirar cosas que no necesito; sin vivir la vida de los otros y, mucho menos, vivir la vida que los demás quisieran que viviera. Claro, algunas veces huyo de mí mismo; pero también huyo conmigo mismo.
Me quedé callado por un buen rato, como en trance, enredado en estos pensamientos; hasta que Baz me volvió a sacar plática.

Después de dos horas de viaje, abrí el zíper de la bolsa canguro y metí mi libreta junto con la pluma, pues los pinos y los abetos empezaron a flanquear el camino. Un espectáculo que no quería perderme. Árboles enormes, uno enseguida del otro, en  filas muy cerradas y de todas las tonalidades del verde.
Una hora después, llegamos a un lago. Cargamos las canoas con las tiendas de campaña y algunos víveres. Metimos nuestras mochilas en bolsas de plástico negro -para que nuestra ropa no se fuera a mojar en dado caso que alguna canoa se volteara- y remamos durante casi tres horas bajo una lluvia intermitente y un sol que a veces se asomaba entre los nubarrones negros. Hasta que llegamos al lugar en donde estableceríamos el campamento.

Este viaje lo hice hace una semana. La verdad pensé que tendría mucho material para escribir, pero como que me sucedió eso de cuando algo te deja sin palabras.
El lenguaje de la naturaleza es tan simple y maravilloso que se debe de vivir para sentirlo y comprenderlo. No es lo mismo que les platique de la tortuga lagarto y la gaviota que visitaban todas las mañanas el campamento: a la misma hora llegaban y a la misma hora se iban. Ni es lo mismo tratar de describir la belleza de las hembras de los colimbos empollando los huevos en sus nidos; una hembra por lago, pues son aves que viven con la misma pareja toda la vida, pero no son animales grupales. Imposible describirles también la sensación de ver a un castor bebé nadando a un lado de mi canoa. Algo tan hipnótico que ni por la cabeza me pasó sacar la cámara para tomar fotos o un video.
Los rumores del bosque al anochecer me hicieron ver sombras con fauces donde no las había. Tal vez era el miedo de sentirme diminuto ante tanta perfección y grandeza; ante tanta paz y silencio. Dicen los nativos que eso pasa cuando uno hace conexión con el bosque. Es como un shock; como cuando te avientas al agua fría y luego te acostumbras. Es el shock de compenetrarse con lo que el mundo moderno –más terrorífico que éste- nos ha prohibido tener una conexión constante. Y, como yo siento que la tuve, repetiré el viaje en dos semanas. Tal vez en esas fechas tenga más que contarles.