jueves, mayo 31, 2012

Las plantas nos van a salvar del Apocalipsis, incluso con zombis

Si algo me encabrona de las personas -aparte de casi todo- es que no quieran tener plantas en sus casas. Pero más me encabronan las razones que algunos dan para no tenerlas: “No tengo tiempo para cuidarlas”, “se me mueren”, “generan muchos bichos y luego hay que fumigar”, “no tengo espacio”, “es mucho lo que se invierte en agua para regarlas”, “es un problema andar barriendo hojas” o “caen tantos aguacates, duraznos y limones que termino tirándolos porque se echan a perder”. 

Sí, yo sé que la vegetación atrae insectos y aves y pequeños mamíferos -como los perros y borrachos miones-, pero también producen oxígeno, atraen agua, dan sombra, bajan la temperatura, evitan la erosión y puras buenas vibras, maestrosss. Pero sobre todo, las plantas nos salvarán del fin del mundo. Sí, es en serio. Imaginen el Apocalipsis. Imagínense por favor al pinche fin del mundo. Imaginen a todos esos vecinos odiosos que prefirieron poner una placa de cemento en su patio para construir un asador. ¿Cómo chingados le van a hacer para sobrevivir sin plantas cuando llegue el fin del mundo? Díganme cómo. En cambio ustedes, amantes de la naturaleza, que son uno con el universo, que tienen un vergel en su patio o en su terraza o en un rincón de su sala, sobrevivirán a toda madre alimentándose de insectos y hojas verdes y frutos. 

Incluso podrán comer carne cazando las urracas, palomas, tortolitas y lagartijas que se posen sobre las ramas de sus árboles. Lo único que van a necesitar es una pistola, pero no para matar a estos animales, sino para matar a sus vecinos que, en su desesperación por estar muriendo de hambre, trataran de quitarles a ustedes sus tomates cherry y sus higos y sus rábanos caseros y su deliciosa sopa de cola de lagartija y plumas de colibrí. Pero un tiro en la frente bastará para ponerlos a dormir. Eso se buscan por preferir evitarse “la joda de barrer hojas”, por techar para hacer una lavandería o hacer otro cuarto para el nene que viene en camino en donde debería de haber un patio con vegetación.

Pero bueno, ya, hablando en serio: sí me emputa que vean a la vegetación como algo que causa problemas. Que digan que “no tienen espacio para una planta” porque viven en un apartamento, ah, pero sí lo tienen lleno de muebles que están nomás de adorno (mesitas de centro con figuritas de papel maché, revisteros de bejuco, mesitas escalonadas… puras mamadas). Ah, pero más me encabronan quienes viven en una casa y dicen no tener espacio para plantas pero sí tienen un comedor de ocho personas en el que siempre se quedan seis asientos vacíos. Esta gente tiene un lugar reservado en una alcantarilla del infierno si, aparte de vivir en una casa, la casa tiene patio y no tienen vegetación. Tienen el espacio para sembrar un chingao bosque privado, ¡y no lo hacen! No mamen. Aclaro que el zacate no cuenta como vegetación ni como planta ni como nada. El zacate no sirve para una chingada; sólo que para deforestar y dárselo de tragar a las vacas para nosotros tragárnoslas a ellas y nos engorden y nos den enfermedades. 

Disculpen ustedes, amados lectores, pero si son así de ecoterroristas, no puedo respetarlos. Menos ahora que vivo donde hay tanto verde; un lugar donde casi todos los espacios se aprovechan para tener un jardín: pasillos de edificios, oficinas, baños, escaleras, tejados, azoteas, etc. Creo que esta es la única forma en la que podemos volver a tener un cachito de naturaleza quienes venimos de ciudades que le han partido la madre con tanto gris a todo lo verde. Creo que ésta es la única forma de crear un “equilibrio” entre dos mundos opuestos, en donde el artificial siempre intenta destruir al natural. 

Esta última foto es la vista de los baños de un edificio de oficinas. ¿Quién no va a cagar a gusto con esta vista?

miércoles, mayo 30, 2012

Mamá Fratelli es una vampiresa moderna

De entre todas las enfermedades que padece Mamá Fratelli –preguntitis aguda, cagapalitis crónica, etc.-  creo que su fotofobia es la que más me afecta, pues a diario se la pasa jodiéndome con que apague las luces que uso para, digamos, hacer cosas que hace la gente normal con las luces prendidas.

Mientras esté en mi cuarto no hay tanto problema: puedo tener las luces encendidas el tiempo que guste. Ah, pero que no se me ocurra abrir la puerta para ir al baño o para ir por una manzana a la cocina porque entonces es como si se liberara toda la cagada radioactiva contenida en el sarcófago de Chernóbil. 

Mamá Fratelli pretende que abra el gabinete, tome un vaso y me sirva agua en la oscuridad de la madrugada; quiere que suba al segundo piso para darme un baño nocturno sin prender el foco de la escalera y que lave mi ropa sucia en la penumbra apenas iluminada por la lucecita verde del botón de “Inicio” de la lavadora. Luz que enciendo fuera de mi habitación, luz que me dice que apague aunque la esté usando. En serio que pinche vieja se mama.

Podría decir que Mamá Fratelli es algo así como una vampiresa moderna, pues sólo la luz de los focos le hace daño. La he visto salir de casa todos los días bien a toda madre, sin lentes oscuros ni capa negra para cubrirse del sol, y nunca se ha convertido en polvo (desgraciadamente, snif).

Mamá Fratelli se queja de que tiene la vista débil y de que sus ojos son muy sensibles a la luz de las bombillas, por eso las pocas que hay en su casa son de muy bajo wattaje.  Yo creo que eso de la vista débil se debe precisamente a eso: a que se la vive en tinieblas -como un pinche topo-, forzando los ojos. Pero ella dice que no; que “los focos modernos” son los que le han ido devorando tan preciado sentido.

Por lo tanto, imaginarán que el interior de la Mansión Fratelli oscurece conforme va oscureciendo el mundo de allá afuera. Cuando la negrura es total, Mamá Fratelli enciende el pequeño televisor de la sala o el foco pedorro de la campana de la estufa, y ésa es toda la luz que hay de nueve de la noche hasta que amanece.

Y es precisamente por esta razón que he comenzado a cenar más temprano que de costumbre: por ahí de las 6 de la tarde, hora en que la gente normal no cena. Pero tengo que hacerlo cuando todavía hay suficiente luz de día porque si ceno más tarde sé que Mamá Fratelli estará acosándome en la cocina con sus preguntas incómodas y sé también que no me dejará prender otra luz que no sea la de la campana de la estufa; y neta que cenar a media luz me caga porque me imagino que estoy en un ambiente bien romántico, y pensar en eso con Mamá Fratelli enfrente ¡me crispa los pelitos de la nuca, brrrrr!...

Pero ya me he ido acostumbrando tanto a la oscuridad como a cenar temprano. Lo que sí me sigue sin gustar es cuando tengo que lavar mi ropa. Mamá Fratelli fue muy clara cuando llegué a rentarle el cuarto. Me dijo que podía lavar mis harapos entre semana, después de las siete de la tarde, porque la electricidad es más económica y ella lava los fines de semana. Yo acepté. El pedo es que para lavar mi ropa tengo que bajar a un sótano que está más oscuro que el culo del diablo, incluso al medio día. El sótano de los Fratelli es un lugar tan tenebroso que no dudo que en él hayan filmado la escena final de El Silencio de los Inocentes. Neta que lugar más tétrico no he conocido. Nomás le faltan las estanterías con hileras de frascos llenos de formol y fetos flotando adentro. Para bajar ahí hay que tener muchos huevos… o mucha ropa sucia acumulada.

Total que en punto de las siete enciendo la luz de las escaleras, cargo el cesto que contiene mi ropa -que siempre está al último grito de la moda-, bajo los escalones de madera que rechinan a la menor presión y, cuando estoy a mitad del camino, ¡Mama Fratelli me apaga las chingadas luces! Y ahí me quedo parado como pendejo, sin ver más allá de mis narices, abrazando el contenedor de plástico y queriendo a mi mamá, snif.

-¡Abajo hay un interruptor de luz! ¡Prende la luz de abajo porque esta luz me hace daño! –me grita mi rentera mientras arrastro mis pies con mucho cuidado hasta el borde de cada escalón para no irme de hocico.

Cuando al fin llego al sótano, dejo el cesto de la ropa en el piso y camino como ciego, manoteando con los brazos extendidos, imaginando que voy a tocar algo peludo o el hocico babeante de algún monstruo; ¡o peor aún!: las carnes blandas de Mamá Fratelli, quien tiene la facultad de aparecerse en todos lados. Siento un alivio bien cabrón cuando me topo con la pared donde está el interruptor y se hace la luz.

Mentándole la madre entre dientes a mi rentera, abro la lavadora, pongo jabón en polvo, pongo la flechita del botón en donde dice “ropa de colores” y, cuando lo apachurro, empieza a salir agua fría. Meto la ropa y subo a mi cuarto. Obviamente dejo la luz del sótano prendida para no correr el riesgo de partirme el hocico o de que se me aparezca algún “mostro” en la oscuridad cuando baje de nuevo para poner mi ropa en la secadora.

Después de una hora salgo de mi cuarto y me encuentro con la novedad de que la luz de la catacumba (el sótano) está apagada. Sólo alcanzo a percibir los primeros dos escalones de la escalera que baja a la lavandería; los demás son tragados por las tinieblas. Enciendo la luz de la escalera y Mamá Fratelli me grita y me dice que esa luz le hace daño a sus divinos ojos. Che vieja delicada, ni que los tuviera verdes como yo. Le resongo que sólo la voy a encender para bajar porque no veo ni una chingada. Bajo al sótano y, al llegar al fondo, Mamá Fratelli apaga la pinche luz. Y es el cuento de nunca acabar.

Es tanto el daño psicológico que ha causado en mí esta conducta compulsiva de Mamá Fratelli, que anoche soñé con ella. Soñé que la tenía amarrada en una silla y que le rapaba la cabeza con una rasuradora eléctrica y se la dejaba como al tío Lucas, de La Familia Addams. Después, sacaba un costal lleno de focos y se los iba poniendo de uno en uno en la boca, hasta que se prendieran. Y cada que un foco se encendía, se lo empujaba y hacía que se lo comiera. Lo peor del caso es que Mamá Fratelli lo disfrutaba y se reía con unas carcajadas demoníacas. Por eso fue una pesadilla.

martes, mayo 29, 2012

Esto se está poniendo cada día más interesante. Ahora sólo falta saber que el artistas detrás del widget imposible de Jackson Pollock es mujer, snif.

lunes, mayo 28, 2012

Ustedes quejándose de que no se puede dibujar en el widget de Jackson Pollock que tengo en el blog y miren nomás lo que me acaban de mandar.
Que haya sido una mujer, que haya sido una mujer, que haya sido una mujer, pastel de chocolate, helado de vainilla, pastel de chocolate, helado de vainilla, pastel de...

Y ya si no es mucho pedir, que esté bien buena y bien guapa y tenga buenos sentimientos y le vaya a AMLO y le gusten los animales y...

jueves, mayo 24, 2012

Mamá Fratelli ya no me ama, snif

No conforme con atosigarme con preguntas incoherentes cada que me ve, a Mamá Fratelli le ha dado por hablarme de un joven inquilino regiomontano que tuvo hace algunos años. Era un estudiante de inglés llamado Édgar, entre cuyas virtudes se encontraba levantarse muy temprano los domingos para ir a misa. Sí, lo sé: debió ser un tipo muy divertido ese pinche “Ésgar”.

Últimamente, a la hora de la cena -a las pinches 6 de la tarde, hora en que la gente normal no cena-, Mamá Fratelli aprovecha para desempolvar sus recuerdos y platicarme sobre este joven de 23 años. La boca se le llena de emoción y en la mirada se le nota un halo de nostalgia cada que menciona su nombre.

Mamá Fratelli me cuenta lo mucho que a Édgar le gustaba su comida (de seguro este cabrón no tenía lengua), de lo educado que era, de que sus papás tenían mucho dinero, de que aquí en Toronto se la pasaba como rey, saliendo a todas partes; de que no bebía alcohol ni fumaba ni llegaba tarde a casa. También me platicó de las veces que la llevó a cenar a restaurantes lujosos y me confesó que, posiblemente, Édgar vuelva este año a rentarle el cuarto de arriba por dos semanas porque los miembros de la iglesia rara a la que pertenece lo están invitando a pasar el verano.

No sé a ustedes, pero a mí,  la historia de Édgar me causa escalofríos. ¿Hacer amigos en una iglesia en Toronto? ¿Volver a Toronto porque quieres ver a tus amigos de la iglesia? ¿Llevar a cenar a Mamá Fratelli? No mamar. ¿Hay acaso algo más creepy que eso?

Yo nada más la escucho mientras mastico, tiemblo de repente y pongo cara de como si me importara un chingo lo que me dice.
Pero ayer, Mamá Fratelli me la hizo. Y me la hizo fea, snif.

Llegué a casa más tarde de la hora de la cena, por ahí de las siete y media. Mamá Fratelli estaba en el sillón de la sala, dormitando frente al televisor. Cuando escuchó que abrí la puerta y di los primeros pasos en la escalera de madera, reaccionó y, desmodorrándose, dijo:

-¿Édgar, eres tú?

¡Aaaayja de la chingada!… Puedo perdonarle todo: que me pregunte si mis amigos son ilegales, que si en México tenemos restaurantes italianos, que de quién es la fiesta, que dónde es la fiesta, que por qué es la fiesta; pero que haya dicho el nombre de otro hombre, eso sí que no se lo perdono a la cabrona. Pero ahí no quedó la cosa. Cuando me volví y le respondí: “No, soy yo: Gustavo”, me dijo:

-Oh… -con un pinche tonito de decepción que se me clavo en el corazón, snif.

Te odio, Édgar. Rompiste el tenso equilibrio de amor odio que existía entre Mamá Fratelli y yo.

domingo, mayo 20, 2012

Otra de mi querida Mamá Fratelli

El viernes estaba en la cocina sirviéndome agua en mi termo de plástico, cuando se me apareció Mamá Fratelli.

-¿Vas a salir? –me preguntó.

-Sí, como a las nueve –le respondí.

-¿A dónde vas a ir?

-A una fiesta.

-¿Vas a una fiesta? ¿En dónde es la fiesta?

-No sé. Un amigo me invitó.

-¿Vas a ir a una fiesta y no sabes dónde es la fiesta? 

-Así es –le dije sin mirarla, cerrando la llave del grifo.

-¿De quién es la fiesta?

-Tampoco sé. Un amigo me invitó –y sorbí del termo.

-¿No sabes de quién es la fiesta? ¿Eso hacen en México: la gente va a fiestas de gente que no conoce?

-Así es.

-¿No sabes de quién es la fiesta y tampoco sabes dónde es; pero vas a ir?

-Así es –le dije sacando el teléfono celular de la bolsa de mi pantalón. –Pero aquí tengo el teléfono de mi amigo. Si quiere le llamo y se lo paso para que le explique dónde es la fiesta y quién es el festejado, para que salga de sus dudas.

-¿Vas a llamarlo para eso? ¿Pero a mí qué me importa?

-¡EXACTO!, pinche vieja preguntona. Si no le importa entonces para que anda preguntando.

Obviamente esto último no lo dije, sólo lo pensé, snif.

miércoles, mayo 16, 2012

Abajo, un riachuelo se pierde entre los matorrales. Adentro, los pasajeros comienzan a impacientarse. Han dejado de lado lo que iban leyendo o han desprendido la mirada de sus reproductores de música. Ahora todos ven hacia el frente del vagón, buscando una respuesta.

Yo observo por encima del hombro el pequeño río que cruza por debajo de las vigas metálicas del puente. Corre con calma entre dos avenidas principales de la ciudad. Los arbustos que lo bordean ondulan con el viento y los coches circulan en la misma dirección que lleva el agua.  

Nadie más mira hacia afuera. Están más preocupados buscando una explicación.

La respuesta les llega a medias. Proviene de las bocinas del vagón: una voz pide disculpas por “los inconvenientes”, pero no especifica cuál es el problema ni la razón por la que nos detuvimos. La voz dice que tardarán diez minutos en “arreglarlo”, y se vuelve a disculpar por la molestia ocasionada.

Apenas se calla la voz de los altoparlantes y se escucha una carcajada en el otro extremo del coche. Un hombre de cabello y barba muy largos no para de reír. Viste con harapos y calza solamente un zapato roto. Se desprende de un salto del asiento y camina como si cojeara por el centro del vagón. Va carcajeándose y señalando a cada pasajero con su mano mugrienta.

Las personas se echan hacia atrás con repulsión. Algunos no pueden disimular el horror en sus rostros y prefieren fingir que miran hacia otro lado. El hombre se acerca cada vez más a mí.

Ya ha señalado y se ha reído de la mujer rubia de lentes de pasta gruesa, del hombre calvo con rasgos de medio oriente que carga bolsas de comida y del hombre de saco y corbata que parece un ejecutivo.

Me giro hacia el otro lado y observo el riachuelo. La pestilencia del hombre me llega de un golpe. De pronto, todo es silencio. Siento un escalofrío en el estómago, como si una bolsa de agua fría se me hubiera roto adentro. Vuelvo la mirada al interior del vagón y la poso en el rostro del vagabundo, esperando su carcajada. Pero ni siquiera me está viendo. Tampoco me apunta con el dedo como lo hizo con los demás. Ve a través de la ventana. A lo lejos. Hacia donde se pierde el río. Su rostro se transforma. No es el rostro del demente que mostraba los dientes amarillos y podridos mientras se burlaba de los pasajeros.

El hombre sacude la cabeza, como si acabara de salir de un trance hipnótico. Su olor a orines no deja de martillarme la nariz. En eso, baja la mirada, me ve a los ojos, me señala con el dedo y me hace un guiño. La cara se le transforma de nuevo en la de un loco, se da la media vuelta y, entonces, rompe en carcajadas.

Se siente un tirón. El tren avanza. El hombre se sostiene de un tubo que va del piso al techo. No para de reír. Los pasajeros vuelven a sus lecturas, quienes escuchan música miran las pantallas de sus reproductores y otros se ponen de pie y se acercan a la salida. Yo observo el riachuelo, que se va quedando atrás y desaparece cuando entramos en un túnel y llegamos a la siguiente estación.

Las puertas se abren. El indigente ríe con más fuerza. Señala a todos los presentes -ahora con ambas manos- y sale del vagón. Se para del otro lado de la ventana que tengo enfrente, en silencio. Me observa otra vez con esa cara de cordura. Me señala con el índice, sube la mano despacio y se pone el dedo en la boca, como si quisiera que le guardara un secreto. Su secreto. El tren avanza y el hombre se pierde a los lejos, como se perdió el riachuelo.

miércoles, mayo 09, 2012

La pasión intermitente

Me preocupa que a mi edad nada me apasione. Es como ese cliché de no saber qué se quiere en la vida, pero elevado a la chingomil potencia. Será que “pasión” me parece una palabra muy grande. O tal vez a la palabra yo le quedo muy corto, snif.

Puedo mencionar cosas que disfruto mucho hacer –dibujar, escribir, cocinar, tomar fotos, leer, viajar, comer, amar-, pero acepto con algo de vergüenza que no puedo afirmar que me apasionen. Si algo me apasionara, no fuera tan tibio con mi actitud. Haría las cosas a pesar de las carencias, adversidades, recompensas o circunstancias, y no pararía de hacerlas.

A veces dibujo y a veces no. A veces escribo y a veces no. A veces quiero hacer cosas nuevas o materializar planes, pero de un día para otro se me quitan las ganas. En situaciones como éstas lo más fácil sería echarle la culpa a “las musas”, por no traerme inspiración; pero creo que lo más honroso es asumir mi incapacidad para apasionarme por algo. Podría también decir que de todo lo que me rodea no existe algo tan extraordinario como para que la semilla de la pasión germine en mí, pero sonaría estúpidamente arrogante. O como si estuviera muerto por dentro. 

Quiero pensar que la pasión es algo intermitente, como la felicidad y otros sentimientos. Pero no apasionarme ni con las cosas que me gustan me empina los ánimos. Me siento derrumbado por mí mismo. Es como darme un golpe a traición por la espalda; como si no me conociera y tuviera que sumergirme otra vez en lo más profundo de mis aguas para ver qué pedo conmigo. Es buscar otra vez el camino y hacerme las mismas preguntas que creí haberme respondido; encontrar las mismas respuestas o encontrar una nueva, contundente,  y no aceptarla: no aceptar el simple hecho de que nada de lo que hago me apasiona. 

Pudiera ser que creo conocerme y no me conozco del todo. Que todavía hay algunas capas gruesas en mi interior que no he logrado penetrar. O pudiera ser que me conozco y no me gusta lo que soy;  o que me conozco tan bien que sé cómo funciona todo, pues, al conocerme, sé de dónde vengo, de qué soy parte y hacia dónde voy, y por eso nada importa y todo pierde sentido y sin sentido no puede haber pasión. Conocer los rincones de uno mismo es saber que todo volverá al origen, el eterno retorno; el uróboros: la serpiente que se come su propia cola representando el esfuerzo inútil que marca el comienzo de otro ciclo a pesar de todo lo que hagamos por impedirlo o cambiarlo. La futilidad devora a la pasión, pero a mí me gustaría que la despertara.

Pero bueno… Espero que algo de todo lo que hago les sirva, a pesar de la ausencia de pasión con la que a veces hago las cosas que me gustan. Espero que encuentren entre líneas esa pasión que yo no veo en mí y que pudiera estar debajo de todas esas capas internas que me falta penetrar. Espero que escritos como éste inspiren al menos a alguien a no sentirse o ser como yo, que por el momento se declara incompetente para sentir pasión por algo. Espero encontrarla, obviamente; pero si ella me encuentra primero, qué mejor. Convertirme en la pasión ajena que despierte la propia y así dejar de pensar que es un sentimiento intermitente. 

miércoles, mayo 02, 2012

Cuando desperté, mi sándwich ya estaba ahí, snif.

Cada mañana que entro en la cocina tengo la esperanza de no encontrar sobre la mesa mi sagrado emparedado (me siento Lorenzo, el esposo de Pepita, diciendo “emparedado”) envuelto en papel aluminio, como vil  lingote de plata arrugado, pero Mamá Fratelli, la vieja que me renta el cuarto donde vivo, es dura de roer. 

Mamá Fratelli se dio cuenta que de un mes a la fecha me he estado levantando más temprano que de costumbre para poder prepararme a mi gusto el sándwich que me llevo a la escuela, pero como eso no lo puede permitir, ahora es ella quien madruga para preparármelo. Neta que no sé si esta ñora tenga complejo de esclava o no entienda que a mí me gusta prepararme mis sándwiches o qué pedo, pero a este ritmo voy a tener que levantarme a las tres o cuatro de la madrugada para que la vieja no meta mano en mi comida. Aunque estoy seguro que si Mamá Fratelli se entera de mi nuevo plan, me va a dejar hecho el sándwich desde las seis de la tarde del día anterior nomás por joderme.
  
Hoy en la mañana tomé el envoltorio brillante que contenía mi “changüis” y, al no escuchar ningún ruido en casa, lo desenvolví, tratando comoquiera de no hacer mucho barullo. Le quité la tapa de arriba, espulgué a ver qué chingados le había puesto, qué no le había puesto y en qué orden había puesto lo que le había puesto, y, obviamente, no estuve satisfecho con el resultado. Fue entonces que saqué más jamón del refrigerador -jamón del bueno, no la pinche mortadela que a veces usa-, partí medio aguacate, rebané un tomate y le puse algunas hojas de espinacas en el pan de abajo (que nunca debe de convertirse en el de arriba). ¡Y que de pronto, a mis espaldas, ¡ahijodelachingada!, se me aparece Mamá Fratelli! Ni el pedo con esencia a faláfel que se me escapó debido al susto la ahuyentó. Me quedé inmóvil. La mujer se acercó más y me miró sospechosamente a los ojos, después vio mis manos embarradas de aguacate y semillas de tomate, volteó a ver el sándwich y me dijo:

-¿Estás rehaciendo tu sándwich? -y casi casi escuché cómo su corazón se quebraba. 

-Eh… Sí… -le dije.

-¿Acaso le faltó algo? -me preguntó.

Quise gritar: “¡Sí, Mamá Fratelli: a mi sándwich le faltó amor y aguacate; mucho amor y mucho aguacate, snif! También le faltó tomate y espinacas; pero sobre todo ¡amooooor!”, y después ponerme a llorar, aventarle el lonche a los pies y salir corriendo, pero no me pareció una actitud madura para una persona de mi edad. Por eso, con la sobriedad de un monje tibetano y sin que el pulso me temblara, seguí poniéndole montañas de aguacate a mi sándwich, y dije:

-No le faltó nada; simplemente mis sándwiches me gustan con más aguacate y con espinacas.

-Ok –me dijo-, así no se echan a perder los aguacates.

Ah, pinchi vieja. Sentí como si me hubiera dicho: “¡Júchile, pinche perro!, cómase todas las sobras para que no se echen a perder”, pero luego pensé que era el primer comentario sensato que le había escuchado decir a Mamá Fratelli en cuatro meses.

Total que ya, salí de casa y corrí por las calles del barrio, con los brazos en alto, sosteniendo mi sándwich envuelto en papel aluminio que destellaba con los rayos del sol, snif. Llegué a la parada (de autobús) y todos se me quedaron viendo y mejor escondí mi sándwich en la mochila porque sus miradas me parecieron sospechosas. Tomé el autobús, me senté y vi que una ancianita se dirigía hacia mí. Entonces hice lo que todo caballero hace: puse mi mochila en un asiento y subí los pies en otro, para que la anciana no se sentara a mi lado. Y después de treinta minutos llegué a la escuela.

Y como ya les había comentado antes, en la escuela de idiomas todos los maestros tienen otros trabajos o aficiones chingonas. Algunos son montañistas, otros son viajeros, otro barmans o cadeneros de antro; Peter es comediante y hay un wey que se llama Luke que siempre pone música de fondo, recomienda bandas o toca una rola con su guitarra antes de empezar cada clase. Luke tiene un grupo que empieza a ser famosón por estos rumbos y se llama Wool and Howl; ha sacado dos discos –uno como banda y otro como solista- y hoy trajo unos discos a la escuela. Le compré los dos porque tenemos gustos musicales similares y ya había escuchado algunas de sus rolas. Al salir de clases le comenté que el arte de ambos discos me había gustado mucho. Le dije que yo era dibujante, le enseñé algo de mi trabajo, se emocionó y me dijo que mañana jueves, a las cuatro, estaba invitado a hacer unas pruebas para el arte de su nuevo disco. ¡Ajúa!
Y para celebrar algo que todavía no sé si es un hecho, les dejo algunas fotos que he tomado. Saludos.