miércoles, marzo 28, 2012

Las fotos que tomo en sueños o los sueños que tomo en fotos


A veces tengo fotos que se parecen a mis sueños... o sueños que se parecen a mis fotos. Ya ni sé.

Es algo que me saca mucho de onda, pues pareciera que mis sueños se basan en las fotos que tomo o, todavía más loco: que las fotos que tengo las tomé en algún sueño.

Por ejemplo: anoche soñé que viajaba hacia el norte.

Quería ver narvales y auroras boreales.

Gente que nunca había visto me decía que en el norte el frío gangrena la carne.

Pero a mí no me importaba porque ni los conocía y por esa razón no creía lo que decían.

También pensé que aunque fuera cierto valía la pena morir viendo narvales y auroras boreales.

De pronto me vi caminando en una tormenta de nieve.

Las ráfagas heladas me elevaban de vez en cuando por los aires, sobre las copas de un pinar.

La gorra de mi chamarra me servía como vela para no perder el rumbo.

De pronto empezaban a encenderse luces por todos lados. Como chispas entre el bosque.

Eran tantos los destellos que el cielo se ponía de color anaranjado y luego verde y luego azul y rojo y morado.

En eso la nieve se convertía en agua pero yo no me hundía. Estaba encima de un narval.

Y aparecían narvales por todos lados. Muchos narvales.

Todos asomaban sus cuernos afuera del agua, como en una ceremonia, y la aurora boreal resplandecía en ellos.

De repente todo desaparecía. Me quedaba solo en una llanura gélida. Como en otros sueños que he tenido y como en muchas fotos que he tomado.

No importa que sueñe con narvales y auroras boreales; no importa que sueñe las cosas más increíbles o románticas o absurdas. Últimamente todos mis sueños terminan en ese llano blanco en el que a veces salgo retratado.

No sé si mis sueños se basen en algún sentimiento o si mis sentimientos se basan en algún sueño. Ambos se parecen cuando no podemos descifrarlos.

Al igual que no he podido descifrar si las fotos las tomo en sueños o los sueños los tomo en fotos.

jueves, marzo 22, 2012

Mi rentera

No extraño a mis clientes y sus excentricidades –por no decir “y sus mamadas”- porque la señora que me renta el cuarto donde vivo es igual de insoportable que ellos.

Es una señora como de unos 50 años, pero parece de 70. La mujer siempre trae la misma ropa puesta, siempre dice que está enferma, camina arrastrando los pies y se parece físicamente a Mamá Fratelli, la villana de la película Los Goonies, detalle que la hace ver todavía más graciosa de lo que está y ser más insoportable de lo que es. Aquí se las presento. En serio que es igualita:


He de mencionar que para esta señora todo es un estereotipo erróneo. Por ejemplo: si soy mexicano, por regla general debo de comer hartos burritos; por lo que la semana pasada la señora compró unos burritos de microondas que nomás de verlos deduje que estaban bien pinches horrorosos.

Como soy un caballero, no quise hacerles el feo y parecer un malagradecido, lo que me llevó a pensar que quizás los burritos mejorarían su sabor y consistencia si los ponía un rato en un sartén y esperaba a que la tortilla se dorara un poco, como le hace uno cuando calienta los tamales con todo y hoja sobre un comal.

Total que ahí estaba yo, calentando mis burritos de "microwey", cuando de repente se me apareció Mamá Fratelli por la espalda, quien, al verme haciendo aquello, me dijo que no, que esos burritos no se calentaban así, que se calientan en el microondas porque eso dice en el envoltorio. Y por más que le decía que en México así se calientan las tortillas y los tacos, no sacaba de su necedad a la pinche vieja, que me insistía en que las tortillas y los burritos se calientan en el microondas y no en un sartén, que porque "un mexicano" le había dicho que así se queman, y que en el microondas no se queman y aparte se calienta lo que tienen adentro.

Es fecha que los pinches burritos siguen ahí en el congelador, esperando a que algún valiente se los trague.

Otro inconveniente que tengo de vivir en esta casa es que no me gusta que me preparen mi comida, y a esta señora -cuando no compra comida congelada- le encanta prepararme el desayuno, la comida y la cena. Neta que ya no hallo cómo decirle de la manera más educada que vaya mejor a chingar a su madre y me deje a mí solito prepararme mis sagrados alimentos, snif.

Desde que vivo solo desarrollé esta manía de que nadie toque mi comida; sólo mi mamá y mi abuela tenían permitido eso por el hecho de ser ellas y por tener excelente sazón, virtud de la cual carece mi rentera.

Y aclaro que no le tengo miedo a los gérmenes ni me imagino a Mamá Fratelli rascándose la covacha antes de tocar la comida que me voy a comer; no, para nada, lo que pasa es que la gente no sabe –por ejemplo- la cantidad exacta de mayonesa -según yo- que debe de llevar un sándwich, o la cantidad exacta de aceite y ajo -según yo- que se necesita para cocinar un filete de pescado; y eso me enloquece. La gente no sabe el orden de las carnes frías y el queso para que un sándwich tenga armonía, ni la forma, el tamaño y la consistencia que deben de tener las rebanadas de aguacate para poder acomodarlas ordenadamente en la tapa de un pan. Tampoco saben cómo poner la lechuga y las espinacas entre el queso y el jamón para que el pan no se moje, ni el tamaño que deben de tener los cuadritos de chile, tomate y cebolla para hacer un pico de gallo que sepa más a tomate y menos a cebolla. Y esos detalles, que si no los hago yo no me laten y la comida me sabe distinta; detallitos que cualquier loquito no peligroso como yo toma en cuenta al momento de preparar los alimentos a su modo, pues es el único modo correcto que existe, snif.

Total que lo que hice para evitar que la señora me dejara de preparar el desayuno y la comida –la cena no puedo evitar que la prepare, pues a esa hora no estoy en casa- fue empezar a levantarme más temprano, antes de que Mamá Fratelli se levante de sus aposentos y se ponga a cocinar. El pedo es que cada que me ve en la cocina me dice que me siente, que ella me prepara el desayuno y la comida que me llevaré a la escuela, y si no le hago caso me pregunta que si no me gusta cómo cocina, que si yo sé cocinar, que en México quién me cocinaba y bla bla bla, y la neta no me gusta hablar con ella porque hace muchas preguntas muy pendejas y como que no piensa mucho.

Por ejemplo, hace poco no pude despertarme más temprano que ella y mi desayuno ya estaba en la mesa –un huevo con rebanadas de jamón más grandes de lo normal, al que obviamente no le puso ni chile ni tomate ni cebolla- y mi comida ya estaba guardada en una bolsa de plástico. Abrí la bolsa de plástico para ver qué era. Ya que no podía salvar el desayuno, de perdido ver si podía salvar o mejorar la comida. Era una mandarina, una manzana, una bolsa con almendras y un sándwich de carnes frías. Espulgué el sándwich y me pareció justa la cantidad de rebanadas de jamón y de queso, al igual que su acomodo; lo que no me pareció es que el sándwich tenía sólo como 4 pinchurrientas rebanadas de aguacate. Me paré de la mesa, abrí el refrigerador, la ñora se me apareció a mis espaldas, me sacó un pedo y me dijo:

-¿Qué buscas?

-El aguacate.

-¿Le vas a poner aguacate a tu huevo?

-No, le voy a poner aguacate al sándwich que me voy a llevar a la escuela.

-Pero ya le puse aguacate a tu sándwich.

-Sí, pero le quiero poner más.

-Pero ya le puse. Ya tiene aguacate.

-Eeeeh, sí... ya sé... pero...

Me quedé mudo. No sabía si me estaba cobrando el aguacate o qué pedo, pero pues fue lo primero que sospeché. Entonces le dije:

-Puedo pagarle los aguacates. ¿Cuánto le costaron?

La señora como que se sacó de onda con mi comentario y me dijo:

-No, esa comida la compro con lo que me pagas de renta. No tienes que pagarme nada extra. Puedes tomar lo que quieras -me dijo.

-¿Entonces puedo ponerle más aguacate a mi sándwich si quiero? –le pregunté.

-Claro... pero ya le puse –me respondió. Y de ahí no la saqué.

Total que agarré el aguacate, caminé al refrigerador, abrí la puerta y lo volví a poner en su lugar. ¡¿Y qué creen que me dijo la pinnnche vieja?!

-¿Pues no que le ibas a poner más aguacate a tu sándwich?

¡Ahi-ja-de-la-chin-gaaa-da!… Abrí el refri, saqué otra vez el aguacate, lo partí en rebanadas y le puse una montañota del fruto de la persea americana (aguacate) a mi sándwich. Volví a envolverlo en el aluminio, lo metí en la bolsa de plástico y me comí mis huevos con jamón que ya estaban casi fríos. Y en eso, la ñora salió con uno de sus estereotipos:

-Vaya, no sabía que a los mexicanos les gustara tanto el aguacate.

-Eeeeh... pues no sé si a todos los mexicanos les guste el aguacate; pero a mí sí me gusta mucho –le respondí, y me terminé los huevos fríos en silencio.

Ya ni los quise calentar porque cuando caliento comida en el microondas pasa lo mismo. La ñora me sale con un: “Pero está caliente, la acabo de preparar”, y yo le digo: “Sí, pero a mí me gusta más caliente”, y ella me dice: “¿Más caliente?", y yo le digo: “Sí, señora, más caliente”, y ella sale con su maquinita estereotipadora y me dice: “Vaya, a los mexicanos les gusta su comida muy caliente”, y ya mejor me quedo callado porque nunca llego a nada.
Y ya también mejor les sigo contando otro día sobre mi rentera porque si le sigo ahorita se me va a botar el ombligo del pinche coraje.

miércoles, marzo 14, 2012

La noche que fui espía del gobierno

La noche del viernes caminaba de regreso a casa cuando decidí meterme en un lugar que desde que llegué a Toronto llamó mi atención. Y no, no me refiero a esas elegantes cabinas de cibersexo que abren toda la noche ni al tabledance que por fuera parece una iglesia católica porque nunca hay nadie haciendo fila para entrar.

El lugar que les digo es una panadería portuguesa que está justo en la entrada del barrio donde vivo: un barrio donde casi toda la gente y los negocios son jamaicanos o africanos.

Ah, sí: por si no lo sabían vivo rodeado de personas de raza negra, pues uno como humano tiene que estar cerca de sus semejantes en cuanto a fuerza bruta y tamaño de pito se refiere, para no deprimirse o sentirse “diferente” si los demás tienen el pito chico.

Bueno, después de esa explicación antropológica, retomo el tema. Les decía que lo curioso del lugar que les mencioné es que, aparte de ser panadería y pastelería, también venden playeras de equipos de fútbol, banderas de todos los países del mundo, "productos latinos" y tienen un karaoke/bar donde venden cerveza.

Sí, yo sé que es una mezcla extraña de giros en un mismo negocio y que nadie en su sano juicio entraría en un lugar más indefinido que la sexualidad de Lady Gaga, pero desde hacía rato que quería entrar ahí porque siempre veo un chingo de gente –menos negros- y porque pensaba que podría ser una buena opción para no tener que ir hasta el centro de la ciudad a beber cerveza cuando llueva o caiga nieve.

Pensaba eso hasta que entré, snif…

El sitio olía a betún y a lo que huelen los uniformes chafas de fútbol, ésos uniformes que pican de lo pinches que están. En las paredes del local había cuadros de Cristiano Ronaldo, Luis Figo, el Che (¿?) y otro cabrón que no reconocí. Deduje que el mal gusto en Portugal tiene la misma esencia que en México: la onda estaba nomás en cambiar las fotos de los cuadros por una del Temo Blanco y otra del Chicharito y poner afiches de Pancho Villa y Emiliano Zapata y John Lennon a lo pendejo para que el lugar pareciera “mexicano” y “rebelde”; así como éste tenía todo el ambiente “portugués” y “rebelde” gracias a la decoración.

De pronto apareció una señora rubia detrás de una barra llena de adornos de cristal y cerámica (la barra, no la señora). Me preguntó que si quería ver el menú de los panes y le dije que no, que sólo quería una cerveza. Me mencionó las opciones de cheve y le pedí una Rickard´s roja, que es la menos pinche cuando todas las opciones están pinches. Le di el primer sorbo a mi cerveza y seguí embelesando mis ojos con la decoración tan por-ancas-a-la-chingada del lugar.

Me puse a ver las playeras y las banderas: todas estaban hechas en China. Luego vi la vitrina de los panes y de los pasteles: había de todas formas y colores, pero como no soy “panero” no se me antojó ninguno. Vi el anaquel con los “productos latinos”, pero no hubo uno que reconociera. Ni una triste lata de La Costeña, snif.

Llegué al fondo del lugar. Había cuatro mesas alineadas. Las mesas estaban ocupadas por hombres de todas las edades que bebían distintas marcas de cerveza. También había una pared con fotos y un cajero automático de un banco que no reconocí, pero habiendo visto el lugar de seguro era del banco del Monopoly o del Banco de la Ilusión. Lo que no vi fue el karaoke que tanto presumen en la manta que cuelga de afuera, lo cual me dio harto gusto pues saben que soy el enemigo público número uno de ese pinche aparato arruinafiestas.

Uno de los hombres que estaba en la primera mesa me vio echándole un vistazo a las fotos de la pared –fotos de comensales brindando con playeras de algún equipo de fútbol o comiendo pan (¿?)- se inclinó y me dijo en español: "¿Eres latinoamericano?". Le respondí que sí y le pregunté que cómo se había dado cuenta. Me respondió que había escuchado mi acento cuando pedí mi cerveza.

El hombre -de unos 60 años- me invitó amablemente a sentarme en su mesa con sus cuatro compañeros, que rondaban los 40 y 50 años. Él era de Perú, los demás eran de Colombia, Venezuela, Argentina y El Salvador.
Y pues ahí me puse a platicar con ellos; ya saben, las preguntas de rigor: “¿Cuándo llegaron aquí?, ¿en qué trabajan?, ¿les gusta la ciudad?, ¿por qué decidieron venirse para acá y no a otro lado?, sí, ´ta cabrona la situación, bla bla bla”.

Me acabé la cerveza y vi que no había meseros atendiendo. Me paré, pregunté que si a alguien se le ofrecía algo, me dijeron que no y me encaminé hacia la barra para comprar otra cheve. En eso sentí que alguien me tocaba el hombro por detrás. Era el señor peruano:

-Dime la verdad, ¿quién eres? –me dijo.

-¿Quién soy de qué?

-¿Para quién trabajas?

-Para un periódico en México.

-No luces como mexicano. Dime la verdad: ¿eres un espía del gobierno?

Me quise cagar de risa como nunca en mi vida me he cagado de risa, pero el semblante del hombre era de lo más rígido. O estaba hablando en serio o el güey estaba bien pinche loco.

-¿Un espía? –le dije sonrojado, conteniendo la risa.

-Sí, un espía del gobierno canadiense. No luces como mexicano. Tengo amigos mexicanos y no son de tu color. Has hecho muchas preguntas. Aquí nadie tiene arreglados sus papeles. Todos somos ilegales.

-No tengo ningún problema con eso. Yo sólo vine a tomarme una cerveza.

-¿Por qué tanta pregunta sobre nuestros orígenes?

-Sólo quería ser amable… y platicar… la gente hace preguntas para entablar una conversación –al decir esto último, la señora rubia apareció detrás de la barra. Le pedí otra cerveza y me la dio. El hombre no dejaba de mirarme con sospecha de arriba a abajo, pero la situación me seguía pareciendo más cómica que preocupante.

-¿En qué creen los mexicanos? –me dijo de pronto clavándome los ojos.

-¿En que creemos de qué?

-En qué Dios, en qué virgen…

-Ah, pues… en la Virgen de Guadalupe –le dije.

-Jure por esa virgen que usted es mexicano y no es un espía.

-Juro por la Virgen de Guadalupe que soy mexicano y no soy un espía –dije, pero el hombre no dejaba de analizarme de arriba hacia abajo.

Al fondo del lugar los amigos del hombre nos gritaban y hacían señas. Querían más cervezas. La güera de la barra sacó cuatro botellas instintivamente de un pequeño refrigerador y se las dio al pinche viejo loco. Lo vi alejarse, pero no dejó pasar la oportunidad de mirar hacia atrás y darme un último vistazo amenazador, como diciendo: “No te creo nada, puto”.

En eso recibí la llamada de un compa de Monterrey. Dejé mi cerveza en la barra y me salí a la banqueta para hablar. No pasaron ni dos minutos cuando el peruano salió y se me puso enfrente, hundiéndome de nuevo sus ojos de orate en mis hermosas pupilas bañadas de esmeralda, snif.

-¿Con quién hablas?... ¿Estás pasando tus reportes al gobierno?

De plano no pude contener más la risa. Me reí tanto que hasta una tira de mocos transparentes se me salió por la nariz. Pero al hombre no le causó gracia.

-¿Estás pasando tus reportes al gobierno?

Y ya me valió madres y le respondí:

-Sí, estoy pasándole mis reportes al gobierno de Canadá.

El hombre trató de arrebatarme el teléfono, pero alcancé a reaccionar y me hice para atrás de un salto; riendo, limpiándome la nariz, diciéndole que era una broma, que se calmara. El hombre se quedó estático, analizándome con desconfianza y como si me tuviera un chingo de rencor. Y me dijo muy serio:

-Voy por mi ejército de fieles indocumentados –y entró en chinga en el negocio, gritando los nombres de sus compañeros de mesa.

Yo, como todo buen espía, huí entre la noche oscura y fría para no ser descubierto… y para que no me rompieran la madre una gavilla de chiflados.

jueves, marzo 08, 2012

Cabellera contra cabellera

Conan Casanova, el empresario de lucha libre femenil más importante de México, contrajo matrimonio con Guerrera de la Tercera Cuerda.

Después de la cena, la flamante novia enmascarada se puso de pie y cruzó el salón “Embajadores” del Hotel Presidente para ir al tocador.

En los lavabos -mientras se acomodaba la máscara con incrustaciones de pedrería de fantasía- Guerrera de la Tercera Cuerda se topó con Justiciera Voladora. Ambas se enfrentarían por primera vez en un cuadrilátero la siguiente semana.

Salieron del baño, fueron a la fuente de chocolate, platicaron por más de una hora, intercambiaron números telefónicos, se desearon buena suerte con un fuerte abrazo y volvieron a sus respectivas mesas.

Fue entonces que la novia se dio cuenta que Conan Casanova había bebido tanto que se lo habían tenido que llevar a rastras a la suite nupcial entre varios colosos del ring.

De pronto, el teléfono de Guerrera de la Tercera Cuerda sonó. Era un mensaje de Justiciera Voladora; un mensaje de texto que la hizo ruborizar, seguir bebiendo tequila y, un par de horas después, subir a la habitación de su futura rival entre besos y abrazos.

¿Para qué esperar una semana a enfrentarse máscara contra máscara si lo podían hacer esa noche caballera contra cabellera?

lunes, marzo 05, 2012

Sus lágrimas adquirieron el tono marrón de las hojas de aquel otoño cuando fueron absorbidas por la alfombra de la habitación.

Luisa apoyó la frente contra la puerta y la empujó lo más despacio que pudo, observando cómo el guardapolvo barría las pequeñas manchas de humedad que habían escapado hacía apenas unos instantes de sus ojos. Pensó en gritar su nombre antes de cerrarla por completo, pero ni siquiera se atrevió a echar un último vistazo por la mirilla cuando el sonido de sus pasos alejándose se diluyó en el corredor. El eco de un timbre lejano le indicó que el ascensor había llegado.

El cerrojo apenas y emitió un suave chasquido al embonar con la moldura metálica de la puerta, pero a ella le pareció como una explosión que le sacudió el cuerpo.
Luisa dio media vuelta y caminó en línea recta sobre el tenue puente de luz que se colaba entre las cortinas y se reflejaba en la tersa superficie del tapete, imaginando que si pisaba afuera de éste caería en la tristeza más profunda.

Luisa se detuvo frente a la cama y se frotó los ojos. El rímel oscuro se le corrió un poco, dejándole unas ojeras de un tono más claro. Se dejó caer sobre el colchón -entre el par de enormes maletas negras- y sacó de su bolso de mano la servilleta doblada en cuatro partes que le había dado en la cafetería y que había prometido ver hasta que se fuera. Al leer lo que estaba escrito en ella, se le escapó una sonrisa y el residuo de una lágrima negra fue a parar al papel como un punto final.

Sumergida en el silencio espeso de la habitación, Luisa despegó su mirada de la servilleta y la fijó en la superficie del televisor apagado. Observó su silueta dentro del aparato, como si contemplara un horizonte infinito, hasta que la mirada se le nubló, como si un mar de oscuridad se tragara su reflejo. Fue entonces que no pudo contener más el llanto.

De pronto, llamaron a su puerta...

jueves, marzo 01, 2012


Camino de noche rumbo a casa, al este de la ciudad.

Las luces de neón iluminan los copos de nieve que comenzaron a caer justo cuando el sol se ocultó. Es como una tenue lluvia de plumas de ganso que se deslizan con delicadeza en el aire frío y destellan de vez en cuando. Algunas se meten en mis ojos y distorsionan los colores, como si viera a través de un caleidoscopio.

Mi cabeza se llena de nieve como de recuerdos. Cada copo es un recuerdo. Un plan. Un sueño. Una duda. Pero ninguna certeza. Ojalá las respuestas cayeran del cielo como la lluvia o la nieve. Ojalá las respuestas no estuvieran enterradas tan profundo. Ojalá los recuerdos no cayeran como grandes bolas de granizo que lastiman el presente. El aquí y el ahora.

Entro en un lugar de hamburguesas para resguardarme del frío. Mi voz hablándome a mí mismo se calla. Algunos obreros hacen fila para ordenar su cena. Se ven cansados. Tienen el cuello arrugado y terroso. Hago fila detrás de ellos y observo el menú de la pared.


Me reflejo en la vitrina de los vegetales. La escarcha que cubre mi pelo comienza a derretirse. Se diluye como los sueños se diluyen con el tiempo. Como lo hace muchas veces la esperanza. Los recuerdos nunca se diluyen. Buenos o malos, permanecen.

Termino de cenar y salgo a la calle. Ha dejado de caer nieve, pero no dejan de caer recuerdos, dudas, planes, sueños. Nunca certezas. Mi voz vuelve a hablarme a mí mismo y me recuerda que las respuestas nunca caen del cielo. Que están dentro de uno. Donde no se ven. Pero están ahí. Destellan en la oscuridad de lo profundo.