miércoles, diciembre 26, 2012

1500

Si suman 78 más 215 más 168 más 150 más otros 215 más 221 más 212 más 160 más 81, da como resultado 1500. Cada una de las nueve cifras que suman el millar y medio es el número de entradas por año que publiqué en este blog. He publicado mil quinientas entradas en poco más de ocho años. Me llama la atención que el año más "productivo" que tuve fue el 2009 -con 221 posts- y el menos, fue el 2012, con apenas 81. Me parece curioso, pues pensé que este año andaría más inspirado y subiría más cosas a esta humilde bitácora; ya saben,  por los cambios que hice en mi vida y esas ondas, pero no fue así. Supongo que la inspiración nos suelta la mano cuando alcanzamos cierta tranquilidad al encontrar la mayoría de las cosas que buscamos, y que tenemos que volver al caos y a la incertidumbre para que regresen las musas a rescatarnos. En fin. Sólo quería agradecerles por los primeros 1500 posts de este blog. Un abrazo y mil quinientas gracias.

viernes, diciembre 21, 2012

Jorge paseó la mirada por todos los rincones del departamento. Caminó hasta la ventana de la sala y cerró la persiana con un rápido movimiento de manos. Temeroso, tomó la jarra de agua vacía por el asa y se dirigió con cautela hacia su recámara. Abrió el clóset de un tirón con el recipiente de vidrio por encima de la cabeza, pero no había nadie. Se asomó debajo de la cama y dentro del baño y la regadera. Comprobó que se encontraba solo, pero la sensación de estar siendo observado no lo abandonó. Volvió a la cocina, puso la vasija sobre la mesa, tomo un cucharón del cajón del gabinete y se acercó al sobre. Se agachó y lo palmeó con sospecha con el mango del utensilio, para darse una idea de lo que pudiera contener. Lo volteó como si fuera un hotcake y se percató de que no tenía remitente. Pasaron unos segundos hasta que se armó de valor y tomó el paquete con las manos todavía temblorosas, echando vistazos esporádicos alrededor del apartamento. Se puso de pie, abrió la puerta y volteó hacia ambos lados del corredor del edificio, pero no vio a nadie. Creyó escuchar pasos bajando por las escaleras, pero al asomarse por encima del barandal cayó en cuenta que sólo había sido su imaginación.

Jorge se relajó al pensar que la señora Borja de Zulueta había deslizado el paquete por debajo de la puerta, pero, al abrirlo, su conjetura se vino abajo. Del interior del sobre saco un pequeño montón de fotografías tomadas, al parecer, desde un edificio cercano a la plaza Metropolitana. Imágenes de cinco meses atrás, cuando la señora Borja lo había ido a visitar a la oficina que había heredado de su abuelo, en busca de consuelo, mientras su esposo convalecía en el hospital a causa del derrame cerebral.

Jorge no pudo dormir en toda la noche. Una angustia horrible le arañaba dentro del pecho, hasta que el cansancio terminó por cerrarle los ojos casi al amanecer. El timbre del teléfono de su habitación sonó un par de horas después.

– ¿Diga?... –contestó aclarando la garganta.

–Jorge, soy yo, tu vecina. Disculpa la hora, pero mi marido se fue antes de lo normal.

–No, no se preocupe, señora Borja…

– ¿Tienes algo de lo que te pedí, hijo?

–Sí, señora, aquí lo tengo.

–Voy para allá.

Jorge se desprendió de la cama de un salto, se enfundó una playera azul y se dejó puesto el pantalón corto de la piyama. La luz que se filtraba bajo el umbral de la entrada se oscureció cuando la señora Borja golpeó tres veces la puerta. Jorge abrió y la hizo pasar con un ademán amable mientras con la otra mano se aplacaba el cabello.

Le ofreció tomar asiento y algo de beber. Ella agradeció diciendo que acababa de tomarse dos tazas de café y un jugo de toronja, y permaneció de pie. Jorge colocó su computadora portátil sobre la mesa de la cocina y le mostró una serie de fotografías en la pantalla. La señora Borja se mantuvo inmóvil, en silencio, mientras las imágenes desfilaban ante sus ojos. Colocó ambas mano sobre su boca cuando la pantalla se oscureció después de la última fotografía.

–Lo siento mucho, señora Borja…

La mujer acarició la mejilla de Jorge. Sus ojos destellaron por el llanto reprimido, a punto de desbordarse.

–No te preocupes, hijo.

Jorge pensó que no era buen momento para mencionar lo del sobre sin remitente que había recibido la noche anterior, pero no pudo quedárselo callado.

–Señora Borja: anoche me dejaron esto: –dijo, extendiéndole el paquete.

Ella lo abrió, tomó el montón de fotografías del interior y las barajó con rabia ascendente.

–Mi marido estaba en coma… ¡Se iba a morir! -profirió, arrugando las fotos.

Jorge bajó la mirada. La señora de Zulueta dejó caer el montón de imágenes y rompió en llanto.

–Mi marido iba a morirse, Jorge, ¿tú sí lo comprendes, verdad que sí, hijo?

–Sí, señora… lo entiendo.

La mujer se echó hacia adelante y dejó que los brazos de él la envolvieran. Permanecieron en silencio por un rato. Ella sollozaba apoyando el rostro en su hombro huesudo.

–Si mi marido se entera de esto, podré explicárselo. Podré justificarlo. Son muchos años los que llevamos de matrimonio y muchas cosas las que le he aguantado. Pero me preocupa meterte a ti en un lío, muchacho.

–Creo que los dos estamos metidos en un lío, señora –respondió.

La señora Borja se desprendió del abrazo y, con el rostro manchado por el maquillaje corrido, le sonrió. Dio media vuelta y salió del apartamento limpiándose la cara con un pañuelo que sacó del bolso, dejando en el aire una estela de perfume dulzón. Jorge cerró la puerta y volvió a su cuarto. Durmió hasta el medio día a pesar de que la angustia de sentirse observado no lo abandonaba.

En punto de las dos de la tarde, Jorge salió del apartamento y se topó con el señor Zulueta Inzugaray en el pasillo del segundo piso del edificio. Lo saludó con un “buenas tardes” que no obtuvo respuesta. Las piernas le flaquearon al suponer que el hombre ya estaba enterado de lo que había sucedido entre él y su esposa, pero trató de no pensar en eso en todo el día. Era demasiada la carga emocional que había acumulado en tan poco tiempo.

Apenas llegó al despacho, devoró el sándwich de atún que había preparado antes de salir del departamento. Después, encendió su computadora portátil para pasar a un USB las fotos del señor Zulueta y su acompañante. Abrió el archivo con las fotografías y dio una minuciosa repasada a cada una. Sentía curiosidad por el aspecto y la edad de la mujer con la que se veía a escondidas. Comparada con ella, la señora Borja no era una jovenzuela, pero mantenía un halo de frescura al actuar y una belleza física que pocas mujeres conservan a su edad. Jorge agrandaba cada una de las imágenes y las observaba a detalle. Lo que más le sorprendió no fue lo joven y atractiva que era la muchacha, sino un hombre que se veía al fondo: un sujeto de sombrero tipo fedora y traje negro que aparecía en la mayoría de las fotografías mirando de frente a la cámara.

Jorge puso el pasador a la puerta y atrancó una silla entre la perilla y el suelo. Se acercó a la cámara fotográfica, que seguía sujeta en el tripié, y miró a través de ella en varias direcciones de la plaza Metropolitana, con el corazón palpitándole como si se le fuera a salir del pecho.

lunes, diciembre 17, 2012

Continuación del cuento que escribí el 5 de diciembre.

Había pasado una semana desde que la señora Borja de Zulueta recibió la visita de Begoña, su única hermana. Con el pretexto de tomarse un café y ponerse al tanto de sus vidas, la señora Begoña confesó a su hermana mayor haber visto en más de una ocasión a su esposo –el señor Virgilio Zulueta Inzugaray– bebiendo copas de vino con una hermosa joven en un restaurante al aire libre, frente a la plaza Metropolitana, en pleno centro de la ciudad. La señora Borja conocía la afición de su marido por ocultarle cosas, la de su hermana por los chismes y la de Jorge Monroy por la fotografía. “Tu oficina está casi enfrente de la plaza Metropolitana. Desde tu ventana puede verse Los Candiles, el restaurante que supuestamente frecuenta mi marido con otra mujer casi todos los días. Te pido que estés muy atento entre la una y las tres de la tarde, Jorge. Quiero desmentir o comprobar lo que me dijo mi hermana”. La señora Borja quiso pagarle la encomienda, pero él no aceptó el dinero, a pesar de necesitarlo.

Jorge llegó a su oficina antes de las nueve de la mañana. Un pequeño despacho ubicado al fondo del pasillo en el séptimo piso del edificio Plaza, una de las construcciones más antiguas y representativas de la ciudad. Su oficina había pertenecido antes a su abuelo paterno, el doctor George Monroy Toole, químico farmacobiólogo, autoexiliado francocanadiense, amante de la lectura y aficionado a la astronomía. Así, Jorge había heredado el espacio y todo lo que se encontraba en él al morir su abuelo, seis meses atrás. 

El fallecimiento del doctor Monroy Toole coincidió con el desempleo de Jorge, quien sobrevivía con el dinero que recibió a manera de liquidación en la empresa automotriz donde trabajó durante ocho años. Cuando el dinero comenzó a escasear y no encontró a nadie interesado en rentar el inmueble heredado, comenzó a ir todas las mañanas a limpiar y acomodar las reliquias que su abuelo había ido coleccionado a través de los años, con el propósito de venderlas y tener un lugar donde dormir el día que no pudiera seguir pagando la renta del apartamento. Lo único que Jorge no puso en venta fue la colección de cientos de libros que tapizaban la pared del fondo, un pequeño baúl de madera tallado a mano en donde su abuelo guardaba puntas de flecha y un telescopio rojo, los dos últimos, objetos por los que Jorge sentía especial afecto, pues le recordaban los veranos de su infancia, cuando viajaba con su abuelo y su padre al norte de México, a recolectar pedernales y observar noches estrelladas. 

Jorge encendió el pequeño televisor de la oficina. Volvieron a mencionar su nombre en el noticiero del mediodía. Esta vez el escalofrío que sintió no fue tan intenso. Dijeron que había muerto calcinado junto a otras diez personas dentro de una bodega para cartón. “Entre las víctimas fatales se encuentran: Jorge Monroy…” Esperó atento a que transmitieran la foto de su homónimo, imaginando que sería la suya, pero no sucedió. Tomó el celular del bolsillo de su pantalón y lo miró con sospecha, temiendo que sonara como la primera vez. Pero el aparato permaneció en silencio. Apagó el televisor con el control remoto y dejó el teléfono sobre el escritorio. Se reclinó sobre el sillón de piel desgastada color vino y echó una mirada pausada alrededor de la oficina. Miró la hora en el viejo reloj de pared con forma de un Buda, y recordó el encargo de la señora Borja de Zulueta. Impulsándose con las piernas, Jorge hizo rodar el sillón hasta el ventanal que enmarcaba al fondo la enorme plaza Metropolitana, y observó a través de su cámara fotográfica sujeta a un tripié, a la que había adaptado un lente. 

Los empleados de las oficinas y negocios de los alrededores comenzaron a salir a su hora de comida. La concurrencia de peatones en la plaza Metropolitana aumentó de manera significativa. Desde su oficina del séptimo piso, la explanada parecía un hormiguero alborotado. A pesar de eso, Jorge sabía que no sería difícil detectar al señor Zulueta Inzugaray: hombre rutinario, calvo y de bigote tupido, que caminaba con ayuda de un bastón, consecuencia de un derrame cerebral; a quien ya se había topado en varias ocasiones por ese rumbo, cuando empezó a ir a la oficina de su abuelo. Jorge apuntó la cámara en dirección del restaurante Los Candiles y esperó.

No pasaron ni cinco minutos cuando ubicó al señor Zulueta. Caminaba con su cojera característica, abriéndose paso a través de los cuerpos que iban en dirección contraria. Desde esa lejanía que acortaba el lente, Jorge pudo apreciar la sonrisa que se le dibujó al hombre cuando una mujer de aspecto treinta años menor corrió a su encuentro. Por la manera en que la joven lo abrazo, Jorge concluyó que eran más que amigos. El señor Zulueta Inzugaray y su acompañante se tomaron de la mano y caminaron entre las palomas que aleteaban cerca de la fuente del dios Neptuno, la escultura más distintiva de la ciudad. Para su sorpresa, la pareja no entró al restaurante que acostumbraba. Jorge los vio pasar de largo a través del lente hasta que su visión fue obstruida por las ramas de los enormes álamos y robles que bordeaban la plaza. Tomó tantas fotos como para despejar cualquier duda que tuviera la señora Borja de Zulueta sobre los sospechosos encuentros de su marido.

Al regresar al apartamento, Jorge no quiso encender el televisor. Pensó que de seguro volvería a escuchar su nombre en el noticiero de la noche. En todo el día nadie lo había llamado para cerciorarse de que estuviera bien. Ni siquiera la tía que cuidaba a su madre, que se la pasaba todo el día pegada al televisor. Pero ya no le inquietó que a nadie le hubiera importado su supuesto fallecimiento. Jorge sirvió cubos de hielo en un vaso de plástico grande. Al darse cuenta que la jarra del agua estaba vacía, llenó el vaso directamente del grifo y se lo bebió de un tirón. Un chorro de líquido le escurrió por la barbilla y el pecho. Al bajar la mirada para sacudir los faldones de la camisa, vio algo tirado frente a la puerta. Era un sobre amarillo. 

Continuará...

martes, diciembre 11, 2012

Yo ni quería jugar en la NFL

A diferencia de otros niños, a mí nunca me gustaron los deportes. Es fecha que me caga practicarlos. Incluso no soporto jugarlos en consolas de videojuegos o verlos en la televisión. Obviamente practiqué varios de ellos en mi infancia y parte de la adolescencia –tae kwon do, beisbol, atletismo y hasta, ¡gulp!, gimnasia olímpica, snif-, porque ya saben cómo son los papases, que se ahuevan a que uno haga cosas que “son por nuestro bien” y terminamos haciéndolas aunque no nos gusten. Por eso creo que los peores recuerdos que tengo de mi infancia son ésos de cuando jugué al futbol americano... y los de la gimnasia olímpica; pero esto último por favor olvídenlo y dejen ya de imaginarme en leotardo pegando de brincos. Y pues así es, estimados lectores y lectoras, aunque ustedes no lo crean, fui jugador de futbol americano; por eso de ahora en adelante diríjanse a mí como: Guffo Montana Marino Elway. O simplemente: El Wey. O Guffo Comanechi, en dado caso que les resulte imposible borrar la imagen de un servidor dando piruetas olímpicas en licras ajustadas, snif.
               
Bueno, como les decía: ¡me cagan los deportes! Me parece patética esa filosofía cursi que los rodea; eso de competir para ganar pero a la mera hora nadie pierde porque lo importante es competir y compitiendo ya se es un ganador y que contra quien se debe competir en realidad es contra uno mismo y bla bla bla. Puras mamadas. Volviendo a lo del americano, neta que nunca le encontré la menor gracia a un montón de mocosos tratando de ser más rudos que otros mocosos; dándose con todo cabeza contra cabeza, queriendo mandar de nalgas o hacer llorar a quien se tuviera enfrente. A mí me valía madres. Yo lo que quería era estar en otra parte porque me sentía de lo más estúpido aprendiendo a “defender” a un pendejo para que pudiera correr con un balón al otro lado del campo y así “ganar puntos”. ¡Uy, qué emoción! Nunca me lo tomé en serio, por eso siempre fui bien maleta para todos los deportes y por eso no podía soportar que los demás niños se lo tomaran tan en serio, al grado de encabronarse con uno por no cachar un balón, o llorar por una derrota, o enloquecer con un touchdown. ¿En qué cambiaban las cosas si sucedía una cosa o la otra cosa? En fin...

Ir a los entrenamientos era como un castigo, sobre todo si tenía que ir también los sábados. Las clases particulares son como capacitaciones para irte haciendo a la idea de que toda tu existencia estará tan llena de compromisos que ni siquiera los sábados tendrás tiempo para ti. Si no lo disfrutas, no es más que un vil adoctrinamiento para un futuro esclavizante. Neta que me pesaba un chingo ir al fútbol americano, como no tienen una idea; porque, aparte de tener que acatar órdenes y seguir ciertos reglamentos en casa para no recibir castigos -y hacer lo mismo en el colegio-, tenía que ir por las tardes a tomar una clase al aire libre donde tenía que acatar más órdenes y seguir más reglamentos para no ser castigado, cosa que creo que no es vida para un niño de menos de doce años.

Entrenar fútbol americano no tenía sentido, como tampoco lo tienen un chingo de cosas más importantes en la vida. Nadie de la Asociación de Fútbol Americano de Monterrey –AFAIM, por sus siglas en español- llegaría jamás a la NFL (que supongo que es el sueño de todo jugador o coach de americano). Prueba de ello es que en los más de 30 años que tiene existiendo dicha liga, no han logrado posicionar a un solo jugador o entrenador a nivel internacional. Y sí, yo sé que dirán que ésa no es la intención de tal asociación y que más bien se trata de promover los valores en la sociedad y la convivencia familiar y la salud infantil y bla bla bla. No me importa: yo terminé odiándolos con todo y sus buenas intenciones; odiando todo lo que huela a fútbol americano y a deporte, gggrrrrrr *suelta espuma por la boca*.

Pero lo peor de todo, eran los entrenadores. Por lo general, eran jóvenes estudiantes de preparatoria o facultad que jugaban en los equipos de americano de sus instituciones educativas. Jóvenes que no pasaban de los 21 años y se creían la gran cagada: estrellas de los Vaqueros de Dallas o de los Osos de Chicago. Pendejetes que con tantito poder sentían que tenían el derecho de humillarnos a gritos y apodos a quienes no hiciéramos correctamente los ejercicios o no tuviéramos las mismas habilidades que niños más diestros. Por ejemplo, a mí me tocó el apodo de El Eskeletor, por lo flaco y cabezón que estaba a esa edad. Recuerdo que la segunda temporada -que jugué a regañadientes- me salió una infección en el labio superior y tenía que ponerme una pomada para proteger la herida de la tierra y el sudor. Y fue así que me apodaron El Bigotes de Leche. Un día decidí no untarme la pomada para que no me estuvieran jodiendo, pero me fue peor, pues la irritación del labio fue tanta que me salió una costra café horrible, y entonces me decían:  "¡Límpiate el pinche Quick del hocico!". Snif. 

Los coaches también tenían apodos, pero sólo entre ellos se llamaban por sus apodos. Que no se le ocurriera a alguno de los jugadores -que no fuera la estrella del equipo o el hijo de algún directivo- llamar a un coach por su apodo porque le iba muuuy mal. Recuerdo en particular a tres entrenadores: Wilson, Lupas y La Cotorra. Wilson y Lupas no eran tan mamones. Eran buen pedo y agarraban onda. A Wilson le podías decir Wilson porque así le decía hasta su mamá. Lupas –por lo enormes lentes que usaba- nos pedía que le dijéramos Lupas afuera del entrenamiento, pero durante los entrenamientos era el coach González. Aunque a veces se nos olvidaba y nos regañaba. Pero La Cotorra… ay, pinche Cotorra, cómo te odié hijo de tu puta madre… No olvidó su pinche voz gangosa y odiosa, cagante como él solo. Gritaba como energúmeno a la menor provocación, nos pegaba con el balón en el casco o nos tironeaba de la máscara. Los primeros días, como no me sabía su nombre, se me salió decirle por su apodo: “Oye, Cotorra, ¿puedo ir a tomar agua?”. Uta... No me la acabé. Me jaló del jersey, agarró una piedra y me la azotó en el casco. Los oídos me zumbaron. “¿Cuál Cotorra, cabrón; cuál Cotorra?”, me dijo encabronadísimo. “¡Vas a dar diez vueltas al campo por andar de llevadito, cabrón!” y me dio una patada en el culo para que empezara a correr. A todos los que ponía a dar vueltas de castigo, nos lanzaba balones desde medio campo con tal precisión que vi a muchos irse de boca al no esperar el chingazo. Al terminar las diez vueltas, te agarraba de la barra del casco y te decía con su pinche voz estridente y gangosa: “¡Para que a la otra me vuelvas a decir Cotorra, cabrón! ¡No sea llevadito!”. 

Obviamente nadie hablaba de esto con sus padres. El que rajaba "era un maricón" y le iba peor en el entrenamiento. Así le pasó a un compañero que le decían El Sabritas, por gordo y sonriente. La Cotorra lo hizo llorar-El Sabritas fue a decirle a su papá-El papá se la hizo de pedo a La Cotorra-Éste negó que lo hubiera hecho llorar, alegando mala conducta del Sabritas-el papá del Sabritas le creyó y La Cotorra puso a dar veinte vueltas a la cancha al pobre del Sabritas, con su respectiva dosis de balones desde media cancha pegando justo en la cabeza. Pinche Cotorra, cómo te odié. No se me olvida que presumías ser el corredor estrella de la Facultad de Medicina y que usabas el número 44. No se me olvida cuando fueron a dar un juego de demostración al campo Halcones tú y tus compañeros. Yo, junto con los otros tres o cuatro jugadores a los que apodabas “Los Nalgas del Equipo”, agarramos tu jersey y tus tachones del casillero -sin que nadie se diera cuenta- y los tiramos a la basura. Hiciste el berrinche de tu vida, pinche Cotorra. Golpeaste las puertas metálicas de varios casilleros y después te sentaste en una banca, bajaste la cabeza y se te salieron las lágrimas del coraje. Pero recuerda que lo hicimos para que no anduvieras "de llevadito", juarjuarjuar. Ay, pinche Cotorra, cómo te odié. Pero con esa travesura me liberé.

miércoles, diciembre 05, 2012

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Jorge Monroy al escuchar su nombre en el noticiero de la mañana, pero la sangre se le congeló cuando dijeron que había muerto.

La postura rígida de su cuerpo endureció aún más con el sobresalto que le provocó el repentino timbre del teléfono sobre el buró al lado de su cama. Al mismo tiempo, su móvil comenzó a sonar y vibrar sobre la mesa de la cocina. Jorge miró desconcertado hacia ambos lados de la habitación. Lo primero que le vino a la mente fue que sería algún familiar o amigo quien llamaba para desmentir la noticia; lo segundo, que tampoco podría haber sido su padre el mencionado, pues trabajaba en otro país. Ese par de pensamientos lo tranquilizaron y redujeron el intenso hormigueo que sentía en el pecho. Respiró profundo y estiró el brazo para levantar el auricular antes de que sonara por tercera ocasión.

–Diga...

–Buenos días, Jorge. Habla tu vecina –dijo la señora Borja de Zulueta, esposa del dueño del edificio donde Jorge alquilaba un apartamento desde hacía dos años.

–Buenos días, señora Borja.

–Siempre qué pensaste: ¿me vas a poder hacer el favor?

–Claro que sí, señora –dijo, tratando de concentrarse a pesar del insistente golpeteo que producía el teléfono celular en la cocina–. Si todo sale como espero, hoy por la noche le tengo listo lo que me encargó. 

–Preferiría que nos viéramos mañana temprano –corrigió la mujer bajando el tono de voz–. Te marco cuando mi marido salga de casa.

Jorge aceptó el cambio de planes y se despidió amablemente de la mujer, quien de seguro no había escuchado las noticias. Colgó el auricular y observó el cable del aparato retorcerse como si tuviera vida propia. Intentó correr a la cocina para atender la otra llamada, pero cuando se incorporó, el móvil dejó de sonar y vibrar. Tuvo la esperanza de que alguno de los dos teléfonos volviera a timbrar, pero un silencio profundo inundó el apartamento. Prefirió pensar que nadie había escuchado la nota roja en la televisión mencionando su nombre, pues le pesaba la idea de que a nadie le importara su muerte.

Apagó el televisor manualmente, se montó el estuche de la computadora portátil al hombro, pateó un par de camisas hacia el rincón donde debería estar el cesto de la ropa sucia –que rodó por las escaleras y se rompió el último día que había lavado ropa– y salió del cuarto.

Abrió con prisa el refrigerador, sacó un contenedor de plástico con ensalada de pollo y bebió directamente de una jarra de agua helada hasta vaciarla. Metió la comida en su mochila y tomó el teléfono celular que de tanto vibrar había quedado al borde de la mesa, a punto de caer. La pantalla estaba iluminada. Tenía un mensaje de voz. Tecleó una contraseña –su fecha de nacimiento al revés– y se acercó el aparato al oído. Hubo una larga pausa antes de que pudiera escuchar algo del otro lado de la bocina. “Estás muerto…”, sentenció una voz distinta a todas las que había escuchado antes. Un murmullo mecánico que terminó diluyéndose en el áspero sonido de la interferencia. La sangre se le fue a los pies. 

Las manos comenzaron a temblarle. Limpió la pantalla del teléfono donde habían quedado gotas de sudor. Intentó oprimir el botón que le permitiría escuchar de nuevo el mensaje, pero a causa del nerviosismo oprimió la tecla equivocada, borrándolo accidentalmente. Optó por buscar el registro del número telefónico en el Menú de Llamadas Recibidas, pero aparecía como Sin Número. Por un instante Jorge meditó qué sería más seguro: salir del apartamento o quedarse en él todo el día. 

Continuará...

miércoles, noviembre 28, 2012

El Tragaldabas

De cariño lo apodamos El Compañerito, porque para todo decía: “¿Cómo le va, compañerito?”, “Mándeme las notas de la portada, compañerito”, “Páseme las caricaturas para escanearlas, compañerito”. Pero su verdadero apodo era El Pinche Tragaldabas.

Éste era un güey que trabajaba como diseñador en el periódico y no había noche que llegara sin cena: una tupperware gigante llena hasta el tope –se chorreaba la chingadera- de cortadillo a la mexicana, arroz, frijoles negros en bola y tortillas que le preparaba su mujer. 
Sí, yo sé que llegar con cena al trabajo no tiene nada de malo, pero lo que hacía este culero de El Compañerito era que no le ofrecía a nadie –ni por cortesía-, y se iba casi casi a escondidas a calentar el recipiente al microondas de la pequeña cocineta de la redacción. Después, se encerraba en una oficina abandonada con la vasija humeante y ahí cenaba solo; a oscuras, para que nadie lo viera. Al terminar, salía de la oficina disimuladamente, se metía al baño y a los treinta segundos salía secándose las manos con toallas de papel, fingiendo que se acababa de aventar un cague. 

Y okey, está bien, no hay pedo: cada quien sus ondas, pero lo que a mí más me encabronaba era que cuando pedíamos de cenar, este ojete no ponía ni un peso, argumentando que “ya había cenado en su casa”. Ah, pero que no llegara la cena porque El Pinche Tragaldabas brincaba de su lugar y preguntaba salivando que qué habíamos pedido. Y como uno no es gacho, pues le ofrecíamos de la pizza o de las hamburguesas o de lo que fuera que hubiéramos ordenado de cenar, y este gusgo no decía que no y tiraba manotazos y tarascadas, como animal hambriento. Lo más cagante era que todavía se daba el lujo de comer más que quienes sí habían puesto dinero para la cena. El pinche tragón éste agarraba una rebanada de pizza y se la comía como desesperado; luego agarraba dos trozos al mismo tiempo y decía con un tonito de voz de lo más cínico: “Ay, se me vinieron dos pedazos, compañeritos, jijijiji…”. Caminaba a su lugar, se sentaba, hacía taco una de las rebanada y se la zampaba entera; la otra, la metía en su tupperware: “Ésta es para el camino, compañeritos, jijijiji”, decía con su cínica tonadita de voz, masticando todavía la otra rebanada.
  
El Pinche Tragaldabas siempre agarraba de nuestra cena y él nunca nos ofreció de la suya. Era un tipo mezquino que se comportaba todavía más patético cuando pedíamos de cenar tacos. Después de habernos quitado un taco a cada quien, El Compañerito nos preguntaba: “¿Ya terminaron de cenar, compañeritos?”, y antes de que dijéramos que sí, el güey empezaba a recoger los limones que no estaban exprimidos y las bolsitas de cebolla con cilantro, y los metía en su mochila. Pero el espectáculo más sorprendente era cuando limpiaba las puntas abiertas de las bolsitas de salsa y les ponía cinta adhesiva, para que no chorrearan, y también podérselas llevar. “Es que la verdura está muy cara, compañeritos, jejejeje…”, decía ante nuestras miradas atónitas. Neta que ni un pordiosero que lleva una semana sin comer hace esto. Neta que un pordiosero tiene más dignidad que este cabrón. Pero bueno...

Y en las posadas, ni se diga: era como si El Compañerito nunca hubiera probado bocado en su puta vida. Después de los obligatorios discursos de buenos deseos que daban los altos mandos del periódico, el dueño era el último en tomar el micrófono para decir unas palabras e invitar amablemente a los empleados a que pasáramos a servirnos del buffet. Para cuando decía esto, el Pinche Tragaldabas ya tenía una servilleta amarrada al pescuezo y lamía como desesperado su segundo plato de comida. Muy triste show.

Tampoco se me olvida el día que murió Juan Camilo Mouriño. El Compañerito llegó a la sala de redacción, se sentó en su cubículo, encendió la computadora, se metió al Internet y buscó algo en su mochila. De pronto, gritó: “¡Ya valió verga este pedo! ¡Nooo, no, no, no, no puede ser: este pedo ya valió vergaaaaa!”. Se puso de pie y se golpeó la frente con el puño varias veces, repitiendo lo mismo: que todo había valido verga. Los presentes pensamos: “El Compañerito acaba de leer la nota del avionazo donde murió el Secretario de Gobernación y se imagina –como todos nosotros- un negro y violento panorama para el país”. Pero nel: lo que puso al Tragaldabas casi al borde del infarto fue que ¡había olvidado el tupperware con su cena en su casa! Esa noche, El Compañerito estuvo inconsolable. Pero se le pasó la depresión cuando ordenamos una pizza. Obviamente no puso ni un puto cinco y se comió más rebanadas que los demás, como era su costumbre. 

miércoles, noviembre 21, 2012

Después de caer con todas sus fuerzas durante la tarde, la lluvia mengua al esconderse el sol. Ahora sólo queda una tenue llovizna que parece flotar en el aire. Es entonces que aprovecho para pedalear de vuelta a casa.

La llanta trasera de la bicicleta salpica tanta agua que siento cómo va pintándome una franja en el lomo, como la de un zorrillo.

La lámpara del manubrio choca contra las diminutas gotas, produciendo curiosos efectos de luz en la oscuridad de las calles.

A lo lejos, en una esquina, hay un hombre de pie. Inmóvil. No pasan coches, pero el tipo -que tiene pinta de indigente- espera su luz para cruzar al otro lado.

Cuando me acerco, el hombre pone un pie en la calle, levanta el brazo izquierdo y me hace una señal de alto. Me detengo. El hombre levanta el otro brazo, apunta hacia el semáforo y la luz roja se enciende. 

-I am the light! –me grita mientras cruza la calle.

Cuando llega a la acera de enfrente, se gira, apunta al semáforo y la luz cambia del rojo al verde. Le aplaudo sonriendo y me monto de nuevo en la bicicleta. A mis espaldas lo escucho gritar:

-I am the light!

La lluvia arrecia. Pedaleo más rápido. El agua ha traspasado la tela de mi sudadera. Entro al barrio en donde vivo. Desde lejos y entre tinieblas puedo distinguir la casa en donde rento un cuarto, pues mi habitación es la única que está encendida.

Las palabras del hombre del semáforo retumban en mi cabeza.

sábado, noviembre 10, 2012

Un tlacuache vale más que quienes presumen ser "buenos católicos"

Salí temprano para andar en bicicleta. Pedaleé por el barrio donde viven mis padres hasta llegar a una ciclopista que rodea una iglesia y forma un parque. Entre los árboles pude ver a varios niños y jóvenes usando playeras con el nombre y el logotipo de la parroquia. Desde que tengo memoria se juntan en este lugar a organizar campamentos y actividades variadas: amarran troncos con sogas, apilan piedras, cantan rimas con temas religiosos y compiten en pruebas de resistencia física. 

En el tramo más alto de la pista, cerca del campanario, vi un pequeño bulto con pelos tirado. Era un tlacuache. 
Me detuve para quitarlo del camino, pues pensé que estaba muerto. Al acercarme, el animalito reaccionó. Le sangraba una de las patas traseras y tenía la cola llena de llagas; como si se la hubieran masticado. El animal trató de incorporarse con dificultad, pero se derrumbó.

Le acaricié la panza: respiraba muy despacio. Le quité algunas hormigas que caminaban alrededor de sus ojos. Lo tomé con mucho cuidado por el lomo y caminé hacia donde estaba un grupo de jóvenes. Me miraron con sospecha mientras me aproximaba. Me detuve. Les dije que había encontrado al animal herido. Esperaba que al menos los más pequeños se acercaran por curiosidad al ver al marsupial; ya no por compasión. Pero no sucedió. Les pregunté si tenían agua y uno de ellos -el que parecía el mayor de todos- se limitó a señalar hacia los baños. 

Puse al tlacuache cerca de un árbol, sobre un montón de hierbas. Caminé rumbo al sanitario con el bote de plástico que cargo siempre en la bicicleta. Me volví un par de veces, esperando ver a un montón de jóvenes rodeando al animal. Pero no sucedió. Seguían en sus actividades: amarrando palos, apilando rocas y cantándole a Jesús.

Llené el bote en el lavabo. Caminé de regreso hacia donde estaba el animal. Le volví a quitar las hormigas que le rondaban los ojos. Le levanté un poco la cabeza y le di de beber. El animalito movió la lengua con vigor.  Bebió menos de la mitad del agua del bote. De pronto, perdió sus fuerzas. Emitió un suspiro largo y el cuerpo se le ablandó, como si se desinflara. Ningún niño o joven se acercó. Me miraban de reojo, como si mi presencia les incomodara; como si invadiera su territorio. Acaricié por última vez su pelaje gris y duro, como las hebras de un cepillo dental. Me puse de pie, subí a la bici y me fui.   

Bonitos fieles los que cultiva esa iglesia, que sienten más compasión por la imagen de un hombre crucificado, que a nadie le consta que existió, y no por un animal que se les está muriendo enfrente. En vez de enseñarles a cantar rimas, apilar piedras, hacer nudos y amarrar palos, deberían de enseñarles un poquito de compasión. Pensar que algún día esos niños y jóvenes se casarán y se reproducirán, me aterra como no tienen idea.

martes, noviembre 06, 2012

Alimentando mapaches el Día del Juicio

Mariana no pudo contener el llanto cuando el médico nos entregó los resultados de lo que veníamos sospechando desde hacía tiempo: no podríamos ser padres. Me abalancé sobre ella y la envolví con los brazos mientras el doctor -en un acto de prudencia- se ponía de pie y abandonaba el despacho.

Al salir de la clínica, Mariana arrojó el sobre amarillo que contenía los estudios de laboratorio dentro de un tambo de lámina que humeaba en el estacionamiento. Subimos al coche y conduje de regreso a casa entre los destrozos que habían provocado en el centro de la ciudad las protestas de estudiantes y de algunos sindicatos. Mariana se sobresaltó y me tomó del antebrazo cuando una piedra golpeó el cofre y rebotó en el parabrisas, dejando una pequeña cuarteadura con la forma de un copo de nieve. Tomé un atajo que había recomendado el reportero de una estación de radio que monitoreaba la ciudad desde un helicóptero, así evitamos transitar por las zonas de mayor conflicto.

En la habitación -después de una larga ducha- Mariana me confesó entre sollozos que le aterraba imaginar qué sería de nosotros si alguno llegara a faltar. Para tranquilizarla le hice prometerme que empezaría una vida nueva justo al día siguiente que yo muriera. Incluso bromeé mencionándole nombres de amigos con quienes podría emparentar. “¿Y si muero yo primero?”, preguntó muy seria: mi comentario no le había causado la menor gracia. “Si tú mueres primero, yo me muero contigo”, respondí mirándola a los ojos, y la abracé hasta el amanecer, con el revólver bajo la almohada. 
Lo último que escuché esa noche fue la explosión de un transformador, las sirenas de las patrullas -o de las ambulancias- y a Mariana susurrando: “Ni siquiera habrá tiempo para comenzar de nuevo”. La besé en la frente y le dije que no pensara en eso. “Todo va a estar bien”.

Me equivoqué. El día de aquel pacto suicida llegó antes de lo esperado. No hay tiempo para comenzar otra vez. Aún no hemos decidido cuál será la forma más digna de morir. Ni siquiera nos preocupa si es dolorosa o no; lo único que queremos es morir al mismo tiempo. Supongo que pronto lo resolveremos. O alguien más lo resolverá por nosotros. 

Hemos viajado casi tres horas por carretera, bordeando la costa. El cielo está cubierto de cenizas, al igual que el mar. La cámara del revólver está vacía. Las últimas dos balas las disparé al aire para quitar del camino a un grupo de hombres que desde lejos nos hacían señas para que detuviéramos el coche. Ahora me arrepiento de haberlas gastado, pero me aterré al verlos. Posiblemente sus intenciones no eran malas, pues de haberlo sido hubieran respondido mi agresión de la misma forma. No fue el instinto de supervivencia lo que me hizo abrir fuego: fue el temor a que me mataran y le hicieran algo peor a Mariana. El miedo a no cumplir mi promesa.

La aguja del tanque del combustible señala el color rojo desde hace algunos kilómetros. El coche detiene su marcha cerca de un cementerio de mamíferos marinos y cocoteros partidos por la mitad. Salimos del coche y enfilamos a la playa. Los esqueletos de los cetáceos -aún con trozos de carne en descomposición- yacen apilados sobre la arena casi negra. Parvadas de gaviotas graznan hambrientas alrededor de los cuerpos, como si fueran buitres. Hay algunos contenedores de fierro oxidado que forman dunas a lo largo de la costa. Los gases tóxicos que emanan pintan el horizonte de muchos colores. “Es como una aurora boreal”, dice Mariana con nostalgia, “como las que siempre soñamos ver”.

Me confesó lo de las auroras boreales la primera vez que hicimos el amor. Era invierno y se había ido la luz en el sector donde rentaba un pequeño apartamento cerca del Hospital Civil. Con las sábanas hasta el cuello, mientras contemplábamos las sombras que reflejaban en el techo las veladoras, prometimos que nuestras primeras vacaciones serían al norte de Canadá, para ver auroras boreales. Esa noche fue también la primera vez que Mariana me preguntó si la amaría por siempre. “Quiero que seamos como esas parejas de ancianos que alimentan palomas en los parques; aunque te parezca un cliché, así me quiero ver contigo”. Yo, queriendo ser el hombre más romántico del mundo, le dije que la amaría mucho más que eso: “Te voy a amar hasta que las olas dejen de romper”. La luz regresó al sector justo cuando terminé la frase, y volvimos a hacer el amor. Lo que nunca imaginé fue que aquella alegoría de un para siempre se convertiría en realidad. 

“Te amo, Mariana”, le digo mientras entrelazo sus dedos con los míos y la miro a los ojos, “aunque las olas hayan dejado de romper”. El halo de una sonrisa aparece en su rostro: la primera desde el día que nos enteramos que no podríamos tener hijos. 

Caminamos hasta la orilla inerte, donde reposa una pequeña embarcación de motor con unos remos de madera dentro. La empujamos con fuerza para desatascarla del lodo verde en el que comienzan a hundirse nuestros pies. El bote flota sobre las pestilentes aguas de lo que alguna vez fue el océano Pacífico. Subimos en él y logro poner el motor en marcha después de varios intentos. La pequeña embarcación avanza dibujando una estela de espuma café en la superficie; los cadáveres de peces enredados entre algas y residuos de plástico se mecen a nuestro paso. 
Quisiera escribirle una carta al hijo que nunca tuvimos. Explicarle qué pasó. Decirle que no fuimos malas personas; que no estuvo en nuestras manos. Quisiera justificar nuestra condición diciéndole que fue lo mejor para él no haber nacido; decirle que lo protegimos para que no viera en lo que acabó todo. Que no se diera cuenta de nuestro fracaso como seres humanos. 

Salgo de mi trance cuando el motor del bote comienza a soltar humo azul. Tose un par de veces hasta que se apaga y nos detenemos. Ni siquiera intento ponerlo en marcha otra vez. Tomamos los remos y seguimos avanzando sin alejarnos mucho de la orilla. Después de unos minutos veo que Mariana suelta el remo y se limpia una lágrima que comenzaba a deslizarse por su mejilla cubierta de hollín. Cuando se da cuenta que la observo, me dice que todo está bien, y saca del bolso de mano el resto de pomada para la piel. 

Aprieto el tubo del medicamento hasta vaciarlo y esparzo la crema en la palma de mi mano. Desabotono su blusa y acaricio con la mano embadurnada la parte del pecho en donde alguna vez hubo un seno hermoso. Mariana me sonríe, me besa en la mejilla y se abotona de nuevo. Ya van dos veces que sonríe. Limpió los residuos del medicamento en mi pantalón y sigo remando. De pronto, a nuestras espaldas,  se escucha un estruendo. Las ondas de choque producen un fino oleaje y una nube con forma de hongo se eleva e ilumina el cielo. Nos tiramos al piso del bote. Abrazo a mi mujer como lo hice todas las noches que pasamos juntos. La luz nos envuelve, parpadea varias veces y luego se apaga.

Estamos agotados y adoloridos. La barca ha quedado estancada de nuevo en un islote de lodo verde. No muy lejos de donde estamos vemos un edificio. Parece un hotel. Es de las únicas construcciones que se mantienen en pie. Me acomodo el revólver en el pantalón, ayudo a Mariana a pisar tierra firme y caminamos por la arena tomados de la mano. Noto que se le desprende un mechón de cabello de la nuca y un sabor ferroso comienza a inundarme la boca: un molar se me ha desprendido. Escupo por un lado, para que Mariana no vea. El diente cae sobre la arena, como si fuera la última concha del mundo.

Rompo uno de los ventanales con una maceta de barro que se parte por la mitad al hacer contacto con el vidrio. Mariana encoge los hombros y se tapa los oídos cuando los pedazos del cristal caen sobre el piso y se hacen añicos. En el interior del edificio hay polvo y papeles tirados. Casi todas las paredes tienen grietas y manchas de humedad. “¡Estamos armados!”, grito agitando el revólver en el aire. Mariana me toma del brazo con ambas manos y se pone detrás de mí. Todo es silencio. A nuestra derecha hay un corredor. Las habitaciones parecen estar cerradas. Caminamos con cautela a lo largo del pasillo. Mariana señala hacia el fondo: hay un cuarto abierto. Entro con el revólver por delante: “¡Estamos armados! ¡Salgan de donde están… no queremos hacerles daño!”. No hay nadie en el clóset, ni en la bañera, ni debajo de la cama, ni detrás de las cortinas que cubren la puerta corrediza que da a un balcón.

Sobre la cama y la alfombra hay pequeños trozos de escombro. Una grieta ha resquebrajado parte del techo. Deslizo la puerta de vidrio, salgo a la terraza y tiro el revólver lo más lejos que mis fuerzas me lo permiten. Aprovecho para escupir otro diente que se me ha caído. Veo a Mariana que se descuelga el bolso del hombro y se deja caer sobre el colchón, rendida. Ni siquiera quita los residuos de hormigón esparcidos en las sábanas. Entro al cuarto, me siento a su lado y le digo que descanse. Paso mis dedos por detrás de su oreja y otro mechón de pelo se viene con ellos.

Busco dentro del bolso las raciones de comida restantes: dos paquetes de galletas y un bote de agua purificada de un litro. Abro uno de los empaques, parto una galleta por la mitad y la meto en mi boca. La humedezco hasta hacerla papilla para no tener que masticarla. Al tragar la masa blanda me sabe a sangre y a sal. Volteo para ofrecerle un bocado a mi mujer, pero se ha quedado dormida. 

De reojo veo que algo se mueve en el balcón. ¡Es un mapache! Ha trepado por una orilla. El animal se pasea y husmea cada tramo de la terraza. No me pone atención. Parto otro pedazo de galleta y me lo acomodo en el paladar, hasta ablandarlo. El mapache se posa sobre el canalete por donde corre la puerta y olfatea el aire del interior de la habitación. Me observa estirando el cuello; mueve la nariz y los bigotes. Permanezco inmóvil para no ahuyentarlo. En eso, aparece otro mapache entre los barrotes de la barandilla.

Les tiro el resto de la galleta y me vuelvo para despertar a Mariana. Me inclino sobre ella y le susurro al oído que tenemos visitas. Se incorpora de un salto, desconcertada. Cuando le señalo el balcón, sus ojos destellan. Toma una galleta del paquete y la rompe por la mitad. Sonríe por tercera vez en el día cuando uno de los mapaches le arrebata al otro el bocadillo que acaba de aventarles.

Contemplo a Mariana y me viene a la mente la imagen de las parejas de ancianos que alimentan palomas en los parques. Creo que le he cumplido su sueño. He cumplido mis promesas. Quizá no al pie de la letra, pues fue antes de tiempo; pero tal vez mejor de lo imaginado: con balcón, cama y mapaches en lugar de parque, banca y palomas.

El olor de las galletas ha atraído a más animales. Debe haber una docena de ellos lamiendo migajas en la terraza y otros tantos dentro de la habitación, rasgando nuestros pantalones, exigiendo más alimento. Abro el último paquete de galletas. Los mapaches babean, se paran en dos patas y muestras sus colmillos. Dos más entran en el cuarto. Otro trepa por la esquina del barandal. Otro asoma su cabeza entre las varas de metal. La ferocidad con que gruñen no corresponde a su tamaño ni a su apariencia. Mariana me toma del rostro y me besa con ternura. Me quita el paquete de galletas, las esparce sobre la cama y me jala hacia ella, sin desprenderse de mi boca. No creo que hubiéramos encontrado forma más romántica de morir que ésta.

sábado, noviembre 03, 2012

La cadena perpetua del regiomontano

La mayoría de los regiomontanos, sin ser delincuentes, viven encarcelados. Basta darse una vuelta por las calles de cualquier colonia para comprobar que no hay casa que no tenga barda alta con picos de acero o enrejados en cocheras, ventanas y puertas. Los “más pudientes”, aparte de todo lo anterior, instalan cámaras de seguridad, casetas de vigilancia y hasta guardias armados con gas pimienta y pistola. Con los negocios es lo mismo. Si transitan de noche por cualquier avenida comercial –Juárez, Madero, Pino Suárez- podrán darse cuenta que todos los aparadores tienen cortina metálica. Si esto no es vivir en una prisión, entonces no sé qué chingados sea. 

Camino de regreso a casa por la avenida St. Clair, al oeste de la ciudad de Toronto. Es casi la una de la madrugada. Todo está cerrado. Observo las vitrinas de los comercios a lo largo de la calle. La mayoría tiene las luces encendidas y puede verse hacia adentro. Restaurantes, jugueterías, mueblerías, tiendas de ropa y joyerías. Ningún negocio tiene enrejado o cortina metálica.

Media hora después, salgo de la estación del metro que queda a cinco cuadras del cuarto que rento. Es un barrio de jamaiquinos, trinitarios y etíopes. También hay algunos italianos y portugueses. Muchos habitantes de esta parte de la ciudad pertenecen al movimiento religioso rastafari: puede deducirse al ver las banderas con el León de Judá ondeando afuera de casas y establecimientos. Camino entre peluquerías, tiendas de aparatos electrónicos, panaderías y restaurantes de pollo y costillas de puerco en salsa dulce. Ninguno tiene enrejados o cortina metálica. He recorrido este barrio todos los días, durante nueve meses, a todas horas. He visto borrachos en la banqueta y jóvenes fumando marihuana en algún rincón oscuro, y nunca me han asaltado ni me he enterado de hechos violentos.

Es curioso que en una ciudad donde hay tantas razas, culturas y religiones -y que posiblemente padezca los mismos vicios que Monterrey-, se viva tan en paz. En Toronto todo es diferente y desconocido, y lo último que llega a sentir uno, es temor por el prójimo (por aquello que dicen que “se le teme a lo diferente y a lo desconocido”). En Monterrey es distinto. Se le teme al prójimo, se le ve diferente: sospechoso. Se le odia por ser de otro municipio (si no me creen, lean los comentarios en las notas del periódico El Norte), se le repudia si es de otro nivel socioeconómico; no importa si es alto o bajo: el pedo es odiar. Me parece curioso -y muy triste- ese repelente clasicista y discriminatorio que se huele a metros de distancia en algunos regiomontanos, siendo que todos -o la gran mayoría- tenemos el mismo tono de piel, practicamos la misma religión y tenemos la misma cultura norteña; digo: por si necesitan algún pretexto idiota y facilón para, aunque sea, dejar de odiarse un ratito.
Y la pregunta es: ¿qué pasa en las ciudades multiculturales que no pasa en "Regiolandia"; que pareciera que en vez de atrasar el reloj una hora, lo atrasó 150 años?

Es claro que la descomposición que vive Monterrey es consecuencia de las grandes desigualdades sociales, la ignorancia y el derrumbe de los valores morales y cívicos, que ha dado paso al elitismo despectivo y al racismo vil; encumbrando el consumismo y el materialismo donde pocos tienen poder adquisitivo.

Pienso que mientras no se estreche esa enorme grieta socioeconómica y se retomen valores tan básicos como ver en el otro a uno mismo, "La Sultana del Norte" seguirá siendo una prisión, y sus habitantes los presos condenados a cadena perpetua.

miércoles, octubre 31, 2012

Bullying

Al principio de todo este alboroto no comprendía bien a bien a qué se refería la gente cuando mencionaba la palabra bully. Para un hombre de mucho mundo, como yo, Bulli siempre fue ese restaurante español sobrevaluado, propiedad de un científico loco llamado Ferran Adriá. Pero con el tiempo me di cuenta que la palabrita se puso de moda –“imposible que tanta prole esté hablando del mentado restaurante”, pensé-, y que era muy usada por los padres de familia, los psicólogos, los disque investigadores y los medios de comunicación. Fue entonces que comprendí que se referían a la acción de uno o varios chavitos que le hacen la vida de cuadritos a alguno de sus compañerito a base de insultos y golpes. Lo que sigo sin comprender es por qué el bullying se ha convertido en una problemática social grave.

Creo que el bullying es como las drogas: siempre ha existido. Desde el inicio de los tiempos. Si no, recuerden cómo Pedro Picapiedra se la pasaba jode y jode a su “amigo” Pablo Marmol, llamándolo “enano”. De “pendejo” nunca lo bajó al pobre. O recuerden lo que dice en la Biblia, eso de que Judas le decía “hippie pitochico” a Jesús y hasta le mandó poner clavos en las manos y ondas sadomasoquistas y de bondage más gachas que Fifthy Shades of Grey. Pero bueno.
Aceptemos que alguna vez fuimos esos ojetes que abusaban de morritos más chiquillos y que en algún momento –por ahí del quinto o sexto grado- también fuimos la comidilla de los que iban en secundaria. O incluso se prolongaba la jodedera hasta la prepa. Pero ya. Hasta ahí. No pasaba a mayores ni traía más consecuencias que una visita a la dirección, una disculpa sincera, una suspensión, una expulsión, un pleito atrás del gimnasio, una correteada por parte del papá a los niños que le daban de zapes a su hijo o tal vez nos quedábamos con el mote de “rajón” por una o dos semanas; pero ahí acababa el drama y todo volvía a ser color de rosa. 

Pero últimamente como que han hecho pedo y medio alrededor de este tema. Expertos de todo tipo y hasta astronautas dan su punto de vista y le escarban y le aplican ciencias bbuenas y ciencias ocultas y dicen que investigan a mil factores sociales y culturales y familiares para poder llegar al fondo de zzzzzzzz… Puras mamadas. Quizás ahora haya este movimiento antibullying porque uno se entera más de estos casos porque vivimos en una época en donde casi todos tienen acceso a algún aparatejo que graba cualquier situación, lo que permite que padres y maestros se enteren de lo que posiblemente antes no se enteraban. O tal vez está de moda porque los gringos le pusieron un nombre muy cool y quieren inventar alguna enfermedad mental –tanto en el niño abusado como en los niños abusivos- para desarrollar medicamentos nuevos y así reactivar su economía y llenar los manicomios y cárceles de gente. O pudiera ser que se habla tanto del bullying porque –como en el tema de las drogas- algo se salió de control. Si la razón es esto último, la pregunta sería: ¿qué chingados se salió de control y por qué?

Continuará... (pero, por lo pronto, opinen).

miércoles, octubre 24, 2012

Jodorowsky se la pela al Filósofo de Cantina

Vine a buscar al Filósofo de Cantina. Lo encontré sentado en la mesa de siempre, con la silla de espaldas a la puerta principal, mirando hacia una enorme pantalla de plasma: la nueva adquisición del Zacatecas, supongo. Tenía a un lado una botella de cerveza que sudaba y encharcaba una servilleta doblada por la mitad.

Me acerqué por un costado, tratando de no hacer ruido, para sorprenderlo. Le palmeé el hombro con la mano izquierda y le extendí la derecha para saludarlo. El Filósofo pegó un brinco y después miró hacia arriba, para ver quién era. Soltó una carcajada al reconocerme. Sacudió mi mano, se puso de pie y me abrazó con fuerza: como lo hacen los viejos amigos.

-Qué bueno que llegaste: no soportaba seguir fingiendo que me interesa ver deportes en la televisión –me dijo con una sonrisa que contrastó en su rostro siempre serio.

El Filósofo de Cantina jaló una silla para que me sentara. A falta de opciones cerveceras, pedí una Superior, que vino acompañada de un plato con higaditos deshidratados y pico de gallo. Alcé la cerveza y la choqué con la del Filósofo. 

-¿Qué descubriste? –me preguntó antes de dar el trago que sigue siempre a un brindis.

Preguntas tan concretas siempre tienen algo de abstracto. O tal vez es al revés: preguntas tan abstractas buscan siempre respuestas concretas. 

Le platiqué -con el lujo de detalles que mi memoria me permitió- todo lo que hice durante el año que no lo vi. Le conté lo que había aprendido, lo que seguía buscando y lo que no había logrado; los lugares que visité y las personas que conocí. Le describí la sensación que no deja de perseguirme; ésa de no hallarme en ningún sitio, o de hallarme por momentos y después querer salir huyendo –harto- hacia otra parte.

Quizás el Filósofo de Cantina percibió que intenté disimular el tono quebradizo de mi voz al pronunciar estas últimas palabras, pues me interrumpió diciendo:

-No es algo que deba incomodarte. ¿Acaso no dicen los más sabios -y los más estúpidos lo repiten- que la vida es un viaje y no un destino? Si un estúpido repite como cotorro lo que dice un sabio, es que está haciendo todo lo contrario a lo que el sabio dice. Recuerda que el estúpido repite, el sabio dice y el más sabio actúa. La mayoría busca el destino. El bunker donde se sientan protegidos. A veces ni buscan: se quedan donde están porque prefieren la seguridad que da el tedio de la rutina. Pero predican lo contrario. Haz de la búsqueda tu rutina. Siempre será una práctica más amable, creo yo; más llevadera, pues lo inesperado será tu rutina. Benditos los que no encajan en ninguna parte, pues su búsqueda será eterna. Pero creo que todo lugar que te dé respuestas, es tu sitio. Las respuestas nunca terminan. Están siempre en el aire. Incluso hay preguntas que ni siquiera se han inventado aún para recibir tales respuestas, que se asimilan sólo con los sentidos que la mayoría ignora tener; y que, a final de cuentas, están en lo más profundo de uno.

El Filósofo de Cantina dio un trago a su cerveza, sin quitarme los ojos de encima, y me dijo:

-Me ha dado mucho gusto verte. 

Regresé a casa un par de horas después. Me senté en la banqueta a contemplar la silueta de las montañas, pensando hacia dónde me llevará mi siguiente "viaje interior"; por no decir: "hacia dónde me llevará el hartazgo de no hallarme en ningún lugar".

lunes, octubre 22, 2012

La carta de lotería con la que a México le ha tocado jugar desde hace seis años -o más- y posiblemente le tocará los próximos seis:
Clic para ampliar. Si no se ve bien, abran la imagen en una pestaña nueva con el botón derecho del mouse.

martes, octubre 16, 2012

No es fácil despedirse de un lugar

Los lugares involucran muchas cosas: gente, comida, creencias, paisajes, aromas, historia... Muchas cosas. Todas esas cosas en conjunto terminan por darnos experiencias únicas; pero siento también que los lugares vibran por sí solos, y nos hacen vibrar en una misma frecuencia, provocando que -aunque vayamos de paso- echemos raíces al andarlos.

Hay lugares que tocan algo muy profundo en nuestro ser. Nos transforman. Nos hacen ver la vida de otra manera. Despiertan sentimientos. O los reinventan. Los lugares son seres vivos con cinco sentidos, así sean espacios agrestes y solitarios o con toneladas de vidrio y concreto encima. Son como el arte, pues hacen brotar emociones, y las emociones nos recuerdan que no hemos muerto en vida. Pero, sobre todo, los lugares engendran recuerdos: lo único que permanecerá hasta el final de nuestros días. 

Los recuerdos son las raíces que esos lugares echan en nuestra memoria.

Adiós, Toronto.

martes, octubre 09, 2012

Constelando contemplaciones

De niño siempre quise encontrarle forma a las constelaciones de acuerdo a sus nombres, pero nunca pude ver un pegaso, una hidra, un delfín, un dragón o un cisne. 

Intentarlo era divertido, pues el cielo me recordaba a esos cuadernos para colorear que solían comprarme mis padres, en donde venían laberintos, sopas de letras y juegos de unir puntos que formaban figuras. Cuando me terminaba los cuadernos, me tiraba boca arriba en el pasto, y con el dedo índice apuntaba hacia la noche estrellada.
  
El cielo se despejó de pronto y a medida que se iba ocultando el sol empezaba a bajar la temperatura. Puse mi pantalón y zapatos mojados a un lado de la fogata, y me senté sobre una piedra casi plana a contemplar el fuego. En la tarde, mientras recolectaba leña con los otros miembros del campamento, tuve que aventarme al lago cuando un par de troncos que usaríamos para cocinar, rodaron y cayeron dentro del agua.  

Después de cenar y beber un poco de vino en tetra pak, arrastré la canoa hasta la orilla. Subí en la embarcación y remé dándole la espalda a la luna. Fue como entrar en la boca de un animal. Pude sentir la respiración de la noche, como un ser viviente gigantesco que me inhalaba hacia sus entrañas. Remé hasta el centro del lago, padeciendo una ceguera total que sólo se curaba mirando a las estrellas. 

Estar en medio de una laguna rodeada de bosques, casi a la media noche, confronta a cualquiera con uno mismo y con todo a la vez. “Si no hubiera nada de lo que conocemos, esto sería todo”, pensé entre maravillado y decepcionado. El lago y el cielo se convirtieron en espejos de mi propia naturaleza. Me recosté en el piso de la canoa, como si fuera el pasto de casa de mis padres, y pude ver más formas de las que veía de niño. Esta vez no uní las estrellas con el dedo índice, pues sentí que ya todo estaba perfectamente unido y que, al mismo tiempo, se desunía y se disolvía y se dibujaban nuevas formas en mi cabeza.

Dejé de buscar respuestas y deducciones al montón de preguntas que me surgían. Desconecté la parte del alma que va ligada al cerebro, ésa que siempre nos cuestiona de dónde venimos, para qué venimos, hacia dónde vamos y nos impide disfrutar de este tipo de momentos, y mejor dejé que mi imaginación volara. Fue como reflejarme en una maquinaria perfecta donde podía ver todo lo microscópico de manera macroscópica. Cada estrella era cada uno de mis poros, de mis células, de mis moléculas, de las partículas del polvo que estamos hechos: el polvo de estrellas, quizás. Todo de pronto me pareció circular; un principio que termina igual que un final que comienza. 

Levanté la mano y en vez de unir los puntos luminosos como lo hacía de niño, imaginé que tenía un cepillo al que le frotaba las cerdas llenas de pintura blanca y salpicaba el lienzo más negro que había visto en mi vida. Como una firma particular. Como una señal de que había estado ahí; de que era parte de un todo y que lo sería para siempre.
Al día siguiente, el cielo amaneció alfombrado. Era el triste momento de regresar a la ciudad.

jueves, octubre 04, 2012

Un bramido entre la espesura

La niebla se ha disipado. El sol ha alcanzado su punto más alto. Remo durante una hora hacia el lugar en donde se encuentra la represa de los castores. Antes de navegar entre los islotes que bordean un pequeño canal por donde acostumbran nadar estos roedores, guardo silencio y dejo que la suave corriente arrastre el bote. Me detengo metiendo el extremo del remo en el agua cuando veo una mancha café oscuro entre el pastizal. Es una familia de castores arremolinados entre la maleza. Una pareja y su cría. Me sostengo de la rama de un tronco caído, tratando de no hacer ruido, para  contemplarlos el mayor tiempo que me sea posible. 

El castor de mayor tamaño abre los ojos. Son como dos canicas muy negras y brillantes. El animal permanece inmóvil por un rato y después gira la cabeza y olfatea el aire que lo rodea. Los otros dos despiertan y hacen lo mismo, como si hubieran percibido mi presencia. De pronto, de lo más profundo del monte, surge un bramido. Es como el mugido constante de una vaca mezclado con el croar de un sapo. La familia de castores salta al agua, provocando ondulaciones que agitan la canoa. 

Escucho el gemido por segunda vez. Más fuerte que el anterior. Suelto la rama del tronco caído y tomo el remo con ambas manos. El gemido se escucha por tercera ocasión. Hace retumbar la taiga canadiense. El corazón se me acelera y la sangre me burbujea, provocándome un escalofrío intenso. Las ramas de los árboles se agitan y crujen al quebrarse, como si maquinaria pesada se abriera paso entre el follaje, dirigiéndose hacia donde me encuentro.  

De pronto, entre las hojas, veo que emerge una cornamenta. Es un alce enorme. Nunca había visto uno. Creo que ni siquiera en un zoológicos. Se detiene en la orilla del riachuelo. El guía alguna vez me comentó que entre septiembre y noviembre es la época de apareamiento de este animal. Que con suerte veríamos alguno. La suerte acaba de llegarme. 

El alce me dirige una mirada y bufa, expulsando brisa de sus fosas nasales. Remo muy despacio en reversa, sin darle la espalda. Recuerdo las palabras del guía: “Un alce en celo puede matar a un oso”, y uno de mis brazos tiembla, como si lo sacudiera una corriente eléctrica. El animal me observa mientras me alejo. Un fuerte olor a heno y almizcle flota en el ambiente. El alce emite un último y poderoso bramido antes de internarse de nuevo en la espesura.

La efervescencia en la sangre me dura todo el camino de regreso al campamento. Quienes no encuentran fascinante ni digna de respeto a la naturaleza, no entiendo de qué forma la ven.

Al centro de la foto, el alce.

lunes, octubre 01, 2012

El reloj del bosque

Un ruido me despierta muy temprano. Me pongo las sandalias impermeables que tengo a un lado del saco de dormir y salgo de la carpa frotándome los ojos. Una corriente gélida me golpea el rostro y mi aliento dibuja trazos de vapor en el primer frío del otoño. Uno de los extremos de la lona de plástico azul que cubre la tienda de campaña y la protege de las lluvias se ha soltado y se agita con el viento. Tomo el extremo de la lona que latiguea en el aire -con la estaca de fierro que la sujetaba aún amarrada- y lo hundo de nuevo en la tierra húmeda, golpeándolo con una piedra de buen tamaño.

Respiro hondo el perfume que desprende  la tierra bañada por el rocío. Me incorporo y me sacudo las manos en el pantalón deportivo que uso para dormir. La mañana está cubierta de neblina. Nunca había visto una bruma tan espesa deslizarse sobre el lago. Es como una manada de animales fantasmagóricos pretendiendo escapar de las luces del amanecer.

Me subo los pantalones hasta las rodillas para no mojarlos. Arrastro la canoa -que yace a un lado de los restos de la fogata de la noche anterior- hasta la orilla, y subo en ella. Remo abriéndome paso entre la niebla, rompiendo la quietud con que reposaba la superficie del agua. 

Los remos son como el reloj del bosque. Cada brazada es una manecilla que marca la pauta de un largo segundo. Justo cuando estoy en el centro del lago, dejo de remar, y un silencio remoto me envuelve. La superficie del agua vuelve a quedar inmóvil, como si tuviera la dureza de un espejo. Pareciera que el tiempo se congeló y he quedado atrapado en un lugar apacible y primitivo, hace miles de años.

De pronto el sol asoma sus primeros rayos por el horizonte. El bosque se refleja de cabeza en los márgenes de la laguna. Sus destellos rebotan y crean un curioso efecto de luz en los árboles, que han cambiado los tonos verdes por el rojo y el amarillo. Es como si una corriente eléctrica los recorriera y sus hojas palpitaran como lo hacen las brasas, que suben y bajan su intensidad conforme a la fuerza del viento. Es como si el bosque entero ardiera, majestuoso... 

El tiempo avanza de nuevo cuando comienzo a remar. 

Continuará...

jueves, septiembre 27, 2012

Como sabrán -pero igual y les vale madre, snif-, llevo nueve meses viviendo en Toronto: ciudad multicultural, financiera, universitaria y relativamente "nueva", en comparación con otras ciudades canadienses "importantes". En mi corta estancia me he dado cuenta de la proliferación de negocios y eventos relacionados con la cerveza artesanal, al igual que de la creciente cultura que se ha ido formando alrededor de esta industria "indie" en tan poco tiempo. Me llama mucho la atención que siendo Ontario una provincia con políticas muy estrictas para la venta de alcohol y en donde las marcas de cerveza que dominan el mercado son las de las grandes compañías -Molson, Coors, Moosehead, Heineken, Corona-, las microcervecerías se multipliquen como conejos borrachos. 

Alguna vez les comenté en este blog -pero igual y les valió madre, snif- que en la provincia de Ontario no se vende alcohol en ninguna tiendita de la esquina, changarrito, tienda de conveniencia o supermercado; todo el chupe se consigue en los establecimientos del gobierno, llamados LCBO (Liquor Control Board of Ontario), The Beer Store y creo que en otros que se llaman Winerack. Obviamente, también se puede conseguir alcohol en bares y restaurantes con LLBO (Liquor Licence Board of Ontario), pero casi al triple del precio; y vaya que aquí el precio “normal” es alto. 
Lo más tarde que uno puede comprar alcohol en un LCBO o en un Beer Store, es a las diez de la noche; dependiendo del día de la semana y la ubicación del establecimiento, pues algunos días cierran a las seis de la tarde y otros a las ocho de la noche. En los bares y restaurantes se puede beber hasta las dos de la madrugada, siempre y cuando el lugar cierre a esa hora. Como dato curioso, en nueve meses que llevo viviendo acá, no he conseguido cerveza fuera de horario en ningún lado... porqueee, obviamente no he querido infringir la ley, cof, cof... Por lo tanto, aquí sí aplica eso de que es más fácil conseguir drogas que cerveza, por si andaban buscando un paraíso psicodélico, queridos yunkies. 

Comento lo anterior porque cada que me bebo una cerveza, no puedo evitar comparar a Monterrey con Toronto (jajajaja), y preguntarme: ¿qué chingados pasa allá? Qué chingados pasa allá en todos los aspectos; pero, sobre todo, con el de la cerveza en relación a una cultura y un entorno social sano, como lo es aquí. Sé que a muchos de ustedes les valdrá verga y no es un tema trascendente con toda la problemática que se vive en México actualmente y wara wara, pero no tengo otra cosa de qué escribir y se me antojó hablar de cerveza porque me estoy bebiendo una y ahora se aguantan, ¡hic!

Les decía que cada que me bebo una cerveza me pregunto por qué carajos si en Monterrey hay una empresa que tiene más de 120 años en el mercado y produce millones de litros de cerveza a diario, no se ha podido crear una cultura cervecera, pero sí una "cultura" de embrutecimiento, enajenación y exceso. Porque no, señores puristas de la “regiomontanidad”: tomar cerveza todos los días, o mientras se asa carne, o cuando se ve un partido de fútbol -o cuando se asa carne mientras se ve un partido de fútbol- no significa que tengamos una cultura cervecera; por más que los medios locales mierderos se empeñen en vendernos esa “identidad regiomontana” y la ciudad esté forrada de publicidad ingeniosa sobre este brebaje. La cultura cervecera requiere más que beber a lo pendejo las mismas agüitas carbonatadas levemente amargas hasta ponerse idiotas. 

Es curioso que en Monterrey no haya Oktoberfest ni festividad alguna que se relacione con la cebada, como las hay en las ciudades productoras de cerveza y hasta en las que no producen tanta. Y por “festividad” no me refiero a esos eventuchos –conciertos, carreras de coches, peleas de box- patrocinados por las mismas marcas guangas de siempre, ni tampoco a esas pinchurrientas noches de 2 X 1 en tarros de la cadena de restaurantes Das Bierhaus -antro de poca monta que frecuentan los oficinistas y sus amantes antes de irse a matar cochino a un motel-, que nada de alemán tienen, salvo el nombre engañabobos. 

Pienso en Monterrey y sus leyes tan laxas en cuanto a venta de alcohol: leyes que pretenden ser duras pero que terminan quebrantando quienes "dan moche". Pienso en qué tan bueno es que haya un control total del gobierno sobre el alcohol, con horarios y lugares reducidos para su venta. Pienso también en las consecuencias de que no exista tal control, y que cada quien sea responsable de la cantidad de alcohol que se bebe y tenga la libertad de comprarlo donde sea a la hora que sea. Pienso en la apertura de antros, bares, congales y casinos; pero en la inexistente apertura del mercado local para la importación y producción masiva de nuevos y mejores productos cerveceros. Pienso en las autoridades y sus “operativos antialcohólicos”, que sólo sirven para sorprender ebrios al volante y extorsionarlos, en vez de promover el consumo responsable, el transporte público eficiente y así reducir los accidentes viales y muertes a causa de esto. Me cuestiono también qué tipo de relación tendrán las autoridades con el monopolio -o duopolio- cervecero, y me pregunto quién manda a quién; quién hace las leyes, quién da los permisos, quién pone las condiciones y prohibiciones, qué intereses se siguen y de quién.

Pienso en tantas cosas -que hasta se me revuelven en la chompa- mientras me bebo una cerveza y comparo a Monterrey con Toronto y veo un potencial en la cuidad del norte de México que nunca han querido explotar por razones que no comprendo e intereses oscuros que tal vez alucino. Y también me pregunto si alguien será el responsable de esto: ¿la ambición de las autoridades, la ambición de las dos empresas cerveceras, la ignorancia y apatía de los consumidores, o todo? Es raro saber que Monterrey, que casi casi fue fundada por Cuauhtémoc Moctezuma, no sea referencia obligada de cerveza chingona en el mundo. ¿A qué se debe? No sé: pregúntenle a los dueños del changarro.

Vamos, es increíble –y admirable- que en Guadalajara, Mexicali, San Miguel de Allende o el D.F. tengan más eventos, más variedad de productos, más apertura, más “ondita” y más todo que Monterrey, que cacarea tanto su "tradición cervecera”. Increíble que la tierra de Cuauhtémoc Moctezuma, empresa que tiene presencia nacional e internacional y es una de las más importantes en el mundo –más ahora, que fue adquirida por Heineken en su mayoría- no ha logrado ser ni la cuarta parte de lo que son Alemania, Irlanda, República Checa y, últimamente, la provincia de Ontario, que no para de producir cerveza, dar cursos, impartir talleres y organizar festividades en honor a este líquido.
Y no es exageración: ¿ciento veinte años y no ser nada? Qué poco ambiciosos salieron los de la empresota. Más bien, salieron muuuy ambiciosos, pero en el pésimo sentido de la palabra.

Aceptemos como regios que carecemos de cultura cervecera (aunque hagan anuncios tan bonitos de que "en el norte somos así y bla bla bla) tanto como de cultura vial y cultura en general. Bebemos cerveza a lo bruto, manejamos como brutos y casi todos son unos brutos, porque, si esto no fuera cierto, la ciudad sería una mejor ciudad. Pero eso ya es desviarme del tema. Insisto, tal vez es una pendejada "abogar" por una cultura de la cerveza padeciendo tantos problemas; pero en serio que he llegado a pensar -por lo que he visto y vivido- que si la tuviéramos, no dudo que también tendríamos mejor transporte público, mejor cultura vial, menos accidentes y mejores ciudadanos. Díganme loco, pero así lo creo.

Bueno, ya, dejen me tomo mi cerveza a gusto.