viernes, diciembre 30, 2011

Extrañamiento perrón

A pesar de que le dejaba la terraza y la puerta del patio abiertas para que saliera y anduviera jugando por todos lados, “me daba cosa” que estuviera sin compañía, por lo que decidí traerme a diario a mi perro el Cucho a la oficina para que no se quedara solillo en casa el resto del día.

Cuando me mudé de vuelta a la casa de mis padres por motivos de mi viaje, empecé a dejarlo ahí para que se fuera acostumbrando a mi ausencia, familiarizando con los espacios y sus olores, con la Canela y la Tiki -una perra salchicha y otra Chihuahua- y con el Chupete, un gato castrado y gruñón que ya va para los 15 años.

Al principio las dos perritas no querían a mi perro. Varias veces le tiraron mordidas a la cara cuando el Cucho, caballerosamente, se acercaba a olfatearles el fundillo (ah, igualito que su padre, snif). Chupete, el gato, de plano sí lo sigue odiando y cada que lo ve le tira un par de zarpazos que el Cucho ha aprendido a esquivar hábilmente (ah, igual que su padre, snif).

Dice mi mamá que los primeros días que lo dejaba en su casa y me iba a trabajar, el Cucho se quedaba husmeando la puerta principal, se sentaba frente a ella y gemía y aullaba un rato; pero que después se tranquilizaba y se ponía a joder a las perrillas o se dormía enfrente del calentador hasta el mediodía, cuando yo llegaba. Después de comer en familia, como el buen hijo que soy, salía de nuevo para la oficina –como el buen Godínez que soy- y el Cucho repetía su ritual de olfateo en la puerta, gemidos y aullidos, hasta que se cansaba y se dormía otra vez.

Durante las noches, cuando salía a alguna reunión o a tomarme unas cervezas o a defender la ciudad de robots ninja gigantes, el Cucho se quedaba afuera del cuarto de mis padres, donde duerme el resto de las mascotas. A la hora que llegaba –casi siempre de madrugada- escuchaba el batir de sus orejas en la planta alta y el golpeteo de sus uñas en el suelo. Subía las escaleras en silencio y el Cucho daba vueltas alrededor de mí. Meneaba la cola, me rasgaba con sus patas la pantorrilla, lo cargaba, me lamía la cara y nos íbamos a dormir al cuarto que alguna vez fue de mis hermanas.

Al principio me preocupaba eso de que aullara cuando me iba a la oficina. También que las perritas y el gato no lo quisieran y que no pudiera dormirse si yo no estaba. Pensaba: “¿Qué va a ser de este pobre animal cuando me vaya a Toronto?”. Pero después de casi un mes de vivir en casa de mis papás, el Cucho es otro. En las mañanas, cuando salgo a trabajar, ya no me llora. A veces ni me acompaña hasta la puerta para despedirme, el muy cabrón. Ya tampoco me espera a que llegue en las madrugadas: ahora duerme en la cama de mis papás, con las demás mascotas. Subo las escaleras y no se despierta ni brinca de la cama para venirse a dormir conmigo, como en los viejos tiempos, cuando éramos “roomies" y dormía en mi vientre o en las plantas de mis pies. No sé si el Cucho haya madurado, se haya hecho a la idea de que me voy del país o simplemente se aferró a ese artículo perruno constitucional que dice: “No tendrá perro que te ladre”, y ya le valgo puritita madre, snif.

Les platico esto porque hoy, queriendo revivir esos lazos de amor entre padre humano e hijo canino, me traje al Cucho a la oficina, pero el wey se la pasó llooore y llooore; como nunca. Tuve que ir al mediodía a dejarlo de vuelta a casa de mis papás para que dejara de aullar y jugara con la Tiki y la Canela, que desde hace un par de semanas lo quieren y se dejan querer y se dejan que les frote su “lipstick de carne” en sus “cositas”.

Chale… me preocupaba mucho que el Cucho no fuera a ser feliz en casa de mis padres y que se la pasara extrañándome, como esos perros de las películas que esperan al amo 15 años en el mismo lugar o lo rescatan de un edificio en llamas (que con el tamaño del Cucho esto último sería imposible). Pero me doy cuenta que el que lo va a extrañar un chingo soy yo. Tendré que frotan mi “lipstick de carne” en algunas “cositas” para sobrellevar su ausencia. A él le funcionó, no veo por qué a mí no me haya de funcionar.

miércoles, diciembre 28, 2011

Yo creo que ésta es la mejor definición que puede haber sobre el dinero y su importancia en la vida, más allá de la adquisición de bienes materiales:

El dinero sólo sirve para conservar nuestra independencia mental sin que nos sometan a un chantaje laboral que nos impida ser lo que somos.

Pa´qué quieren más.

martes, diciembre 20, 2011

Campamento Halley

Todavía no cumplía los 10 años cuando supe que el cometa Halley pasaría tan cerca de la tierra que podríamos verlo. La maestra Celia dijo que ése sería un acontecimiento único, pues sólo se repetiría hasta el año 2061, cuando estuviéramos ya muy viejitos o muertos. A esa edad no me visualicé ni viejito ni muerto cuando escuché la fecha de la siguiente visita del cometa, sino que me imaginé con algún tipo de mochila en la espalda que me permitía volar.

Era 1986. Se hablaba del cometa Halley a todas horas y en todas partes. En el Colegio Montessori -donde cursaba el quinto año de primaria- algunos alumnos, por petición de los profesores, hicieron cartulinas con dibujos del sistema solar y de cometas, con la palabra “Bienvenido”, que pegaban en el pizarrón mural. Antes de salir de clases, y aprovechando el furor del evento natural, al director del plantel se le ocurrió organizar “El Campamento Halley”.

Quienes obtuvimos el permiso de nuestros padres llegamos un viernes antes del mediodía al enorme terreno campestre que el director del colegio tenía a las afueras de la ciudad de Monterrey. Era una parcela repleta de árboles frutales –aguacates, duraznos, manzanos, higueras-, una casa hecha con ladrillos, una noria –a la que teníamos prohibidísimo acercarnos-, un asador y un río al fondo, de cuyas orillas brotaban sabinos de troncos tan gruesos que ya desde aquel entonces sobrepasaban el centenar de años.

Los niños bajamos del camión escolar color amarillo las mochilas y las tiendas de campaña donde dormiríamos en grupos de cuatro, mientras las niñas metían las bolsas de comida y algunas cobijas a la casa de ladrillos, donde dormirían. El director, con ayuda de uno de sus hijos y el trabajador que cuidaba el lugar, sacaron de la parte de atrás de una camioneta Fairmont un par de telescopios. Todavía recuerdo que dejamos de hacer lo que estábamos haciendo para contemplar asombrados los instrumentos ópticos como si fueran un robot o una nave espacial.

Con el sol del mediodía y bajo la supervisión del director y su hijo mayor, comenzamos a distribuir y armar las carpas bajo los árboles que proyectaban una mejor sombra. Cuando terminamos, el director sugirió que cada grupo tuviera el nombre de un animal, pues estábamos en “una jungla” y las tiendas de campaña “eran nuestras guaridas”. David, Sergio, Mauricio y yo elegimos llamarnos Guepardos, porque éramos los niños que corríamos más rápido de toda la escuela. El director aclaró que después de ver el cometa Halley, nuestros equipos cambiarían de nombre a “algo que hiciera referencia al Cosmos”, como se refería siempre al espacio exterior. David sugirió que nos llamáramos “Asteroides”. A los cuatro nos gustó mucho el nombre y lo dijimos en ese mismo instante para que nadie nos lo fuera a ganar.

Por la tarde, después de comer y de recolectar algunos frutos para el desayuno del día siguiente, el director organizó una excursión en los alrededores del río. Caminamos un par de horas entre la maleza, bordeando los sabinos. El cuidador del rancho vino con nosotros y nos dijo que esos árboles también se llaman ahuehuetes y que pueden vivir muchos años. El director secundó a Natalicio –como se llamaba el cuidador- diciendo que al sabino también se le conoce como ciprés mexicano, y que hay uno muy famoso en el estado de Oaxaca que se cree que tiene más de 2000 años. También aprendí que algunas víboras –sobre todo las de agua dulce- no son venenosas cuando, sorpresivamente, Natalicio atrapó una con sus manos. Todos acariciamos al pequeño reptil enredado entre los dedos de Natalicio antes de que éste lo devolviera al hueco donde estaba escondido, entre las raíces que se alimentaban del agua del río.

Regresamos al rancho antes de que oscureciera, cuando los sapos, ranas y cigarras comenzaron a cantar. Entre el director, su esposa y algunos niños y niñas que no habían querido ir al río, prepararon la cena. Algunos compañeros se bañaron a manguerazos con el agua del pozo. Yo no quise bañarme porque el agua estaba muy fría y porque los guepardos no se bañan a manguerazos.

Y entonces llegó la noche. Todos hicimos un círculo amplio alrededor de los telescopios. El director veía por el ocular y nos señalaba estrellas y nos decía sus nombres. Nos explicó también hacia dónde estaba el norte y el sur y el este y el oeste. Algunos compañeros se desesperaron y se fueron a jugar en los claros del terreno o a contar historias de terror dentro de las carpas. Sólo nos quedamos una decena de niños, en silencio, observando al director y a su hijo muy concentrados mirando a través de los aparatos.

De pronto, el director comenzó a reírse y a aplaudir. Cada vez se reía y aplaudía más fuerte y despegaba el ojo del lente y miraba hacia el cielo y volvía a colocar el ojo en el buscador y de nuevo en el ocular.
“¡Ahí va!”, dijo. Había encontrado al cometa Halley.

Fui el tercero del grupo en ver a través del telescopio. Los niños que se habían ido llegaron corriendo emocionados. El director los detuvo con un ademán firme y les dijo que se formaran ordenadamente. Todos obedecieron. El cometa Halley era un punto blanco azuloso que dejaba una estela borrosa a su paso, como la tiza mojada sobre un pizarrón. Para mí, la experiencia fue fascinante.

Desde ese día vi al Cosmos –como llamaba el director al espacio exterior- con fascinación. Pero era una fascinación distinta. No me interesaba ser astronauta para explorar los planetas o flotar en un mar de nada hasta dar con un nuevo sistema solar. Quería que ese misterio infinito quedara guardado. Verlo sólo de lejos, pues así era perfecto y así debería de permanecer. No quería que el hombre lo arruinara con su curiosidad ni con sus búsquedas absurdas ni con sus máquinas. No quería que el hombre pretendiera actuar en el espacio como creador cuando aquí en la tierra actúa como destructor. No quería que al Cosmos le sucediera lo mismo que a la Tierra, por eso me parecía fascinante verlo desde tan lejos, porque lo sentía seguro y al estar seguro sabía que permanecería por siempre. Lo veía desde muy lejos pero sentía una conexión profunda con él.

Al observar esa pequeña luz de tonos azules que no volvería a ser vista en 75 años, sentí una conexión del cosmos con mi microcosmos. Me quedé horas afuera de la tienda de campaña observando el cielo repleto de estrellas. Nunca sentí esa futilidad común que sienten los hombres cuando reflexionan sobre cosas del infinito o se comparan con ellas. Al contrario. Sentí que todo era inmenso e importante, hasta lo más insignificante. Sentí que todo estaba ligado entre sí a lo mismo: el canto de las cigarras, el croar de los sapos, el vuelo de las luciérnagas, la corriente del río, el aroma del musgo en las piedras, los latidos de mi corazón. Todo trepaba al mismo tiempo por las ramas firmes de los ahuehuetes hasta llegar a sus copas, liberarse y expandirse por las estrellas.

jueves, diciembre 15, 2011

Filosonseando y cantinfleando sobre la vida

A la vida la hicieron carecer de sentido intencionalmente porque, si tuviera alguno, nadie emprendería viajes en busca de algo.

De hecho, te hacen creer que todo tiene un sentido para que no emprendas el viaje. Tu viaje. Ése que sólo tú entenderías. Los viajes abren la percepción, nos vuelven sabios; por eso los viajeros son peligrosos. Es mejor que todos piensen que esto es lo único que hay y no anden en busca de “algo más”.

Se dice que la vida es un viaje, pero no entiendo entonces por qué la mayoría de la gente se empeña en hacer lo mismo una y otra vez. Imitan. Viven en repetición y de tanto repetir se transforman en eructos desagradables.

Si lo importante es el trayecto y no el destino, ¿por qué tenemos que caminar pisando sobre las huellas de otros que ya recorrieron ese camino que, a final de cuentas, lleva siempre a donde mismo?

Se me figura que vivir así es como viajar a Paris con la única intención de conocer la torre Eiffel, en vez de perdernos entre sus miles de calles, mercados y olores. Es como viajar al otro lado del mundo para terminar comiendo en un McDonalds con otros turistas tan ignorantes como nosotros. Es precisamente esa seguridad de lo repetitivo la que da cierta tranquilidad pero al mismo tiempo nos mata poco a poco.

El destino no importa, pues ya lo conocemos. Es único y no saldremos vivos. No adelantemos ese destino creyendo que la vida tiene sentido sólo porque un puñado de gente sigue patrones naturales, sociales, ideológicos o culturales que ni siquiera ellos mismos crearon. Desde el momento en que dejamos de emprender un viaje por nosotros mismos hacia nosotros mismos por hacer el viaje que –por así decirlo- “nos organizó la agencia” -y en el cual es imposible romper el itinerario-, morimos. Nunca olviden eso.

Vean alrededor y se darán cuenta que las personas que creen conocer el sentido de la vida rara vez emprenden esas travesías internas. No las realizan porque creen que el viaje es sólo “por fuera”, no una mezcla de ambos. Muchos no buscan la odisea interior porque en ella uno mismo tiene que irse haciendo sus rutas. En el otro viaje -ése que conocemos como “vida real”-, hacen todo por nosotros: nos dicen a dónde ir, a dónde no ir, cómo llegar, qué llevar, qué vale la pena ver y qué no vale la pena. Y les creemos.

Haz tu viaje. Eso que ves, crees y sientes no es todo lo que hay.

lunes, diciembre 12, 2011

La mujer misteriosa de la posada

El sábado fue la posada del periódico en el que trabajo por las noches desde hace casi 14 años. La posada fue un desayuno a las 10 de la mañana en un restaurante del centro de la ciudad. Al despertarme ese día pensé que no asistiría mucha gente, pues el clima estaba medio de la chingada –frío, lluvioso, inseguro, personas desveladas y con cruda-, pero el lugar se llenó de empleados desde las nueve y media. “¡Cómo no iba a venir! Gratis hasta puñaladas”, dijo un prensista cuando abrió la puerta del salón y entró con los hombros entumidos y el cabello lleno de balines de agua.

Como en todas las posadas del periódico, llegué y me senté a lado de mi amigo El Ruco Guerrillero porque ese güey siempre trae plática bien interesante y sus amarguras y quejas están bien a toda madre. Y ahí estuvimos todo el rato hablando de que si la República Amorosa del Peje, de que si Peña Nieto es un vil pendejo, de que si Calderón es un pedote, de que por qué no ponen a un marino como candidato a la presidencia en vez de a una pinche vieja argüendera, y, sobre todo, de que a ambos nos valía madres si Tigres era el nuevo campeón del fútbol mexicano.

Entre las cosas que le platiqué al Ruco Guerrillero fue lo de irme a vivir a Canadá por un tiempo, y el güey luego luego me preguntó que si conocía a la periodista canadiense Naomi Klein. “¡A huevo!”, le dije. “¿Cómo no conocerla?”. Para los que no la conozcan, Naomi Klein -aparte de ser una eminencia del movimiento antiglobalización, partidaria del socialismo democrático y autora de La Doctrina del Shock- está bien sabrosa, snif.

Total que platicamos de todo un poco en lo que decían los trillados discursos navideños, daban en aguinaldo y servían el desayuno (que por cierto, estuvo bien sabroso: como Naomi Klein).

Después de los discursos trillados y de llenar la barriga con hartas tortillas de harina, jugo de naranja, chicharrón en salsa verde, machacado y queso con rajas de chile poblano, procedieron a realizar la rifa de regalos. El Guerrillero y yo ya no pudimos platicar tan a gusto como antes porque teníamos a un lado a unas de esas compañeras de trabajo que se la pasan gritando: “¡No se oyeee!” o aplauden a la menor provocación o empiezan con su “eh-eh-eh-eh-eh” cuando alguien se para al baño o pasa por su regalo; y pues la neta sí es algo medio cagante porque mi capacidad de concentración no me da para ignorar sus gritos de verduleras. Pero en fin, algún día seré supra humano para concentrarme en una plática interesante al mismo tiempo que se escuchan alaridos de viejas histéricas a 10 centímetros de mis orejas.

Y pues resultó que en la rifa me gané una camisa Polo y El Ruco Guerrillero se ganó una televisión “de las de antes”, bien grandota y pesada, y pues como estaba bien pesada me dijo que si le ayudaba a subirla a su Atos amarillo después de que nos despidiéramos del director y los editores, porque la pachanga matutina ya se había terminado. Le dije que sí y me puse a hacer fila para agradecerle al mero mero por el desayuno y el aguinaldo y la camisa Polo. En eso vi que pasaba a mi lado una señora vestida “muy acá”: con un abrigo muy elegante, toda enjoyada y erguida, con el pelo rubio y abultado. Tendría entre 60 y 65 años. La mujer había estado sentada durante el desayuno en la mesa de “los meros meros”, pero yo en mi vida la había visto en el periódico o en algún otro evento. Total que la señora pasó a mi lado y se me quedó viendo bien cabrón, entre seria y como si me conociera. Y pos yo le sonreí y ella me sonrió. Minutos después, ya que me despedí de los jefes y me disponía a cargar con mis fuerzas de He-Man la televisión del Ruco Guerrillero, vi que la señora enjoyada venía de regreso, mirándome. Cuando quise voltear hacia otro lado, la señora me hizo una seña con la mano. La miré de nuevo, se me puso enfrente y me dijo:

-¿Es usted Gustavo?

-Sí, señora, mucho gusto… yo soy Gustavo -le dije extendiéndole la mano. Cuando me extendió la suya y la sacudí con delicadeza, las pulseras doradas de su muñeca tintinearon como las teclas más agudas de un piano.

-Pues déjeme decirle que me gusta mucho lo que escribe, señor Gustavo. Sus dibujitos no, pero lo que escribe sí me gusta mucho –me dijo antes de que le preguntara su nombre.

-Ah, jejeje, muchas gracias, señora. Es un honor que me lo diga. No sabe cómo lo aprecio -respondí sonrojado.

-No quería que se fuera sin decírselo personalmente, porque me comentaron que se va a vivir fuera; ¿es cierto eso?

-Sí señora. En un mes me voy a vivir a Canadá.

-Pues el único favor que le pediría como su lectora, es que no deje de escribir.

Esto último me lo dijo muy seria, con las cejas arqueadas. Por su facha elegante y el tono de su voz, hubiera parecido una orden, pero más bien interpreté su mirada como la de alguien que espera una promesa.

“Claro que no voy a dejar de escribir”, le aseguré sonriendo. La mujer me extendió su mano blanca y suave, y las joyas destellaron. Se dio la media vuelta y salió del lugar. Un coche la esperaba encendido en el estacionamiento, con un hombre trajeado al volante.
El Ruco Guerrillero llegó y me dijo que estaba listo para que cargáramos el televisor. El coche de la mujer pasó por el ventanal del restaurante, con ella en el asiento de atrás, erguida, como siempre.

Me sentí bien raro y me sentí bien chido y me sentí con ganas de escribir todos los días y me sentí de muchas formas, todas positivas… me sentí chido aunque la señora misteriosa me haya recalcado que mis dibujitos no le gustaban, snif.

lunes, diciembre 05, 2011

Hace poco me contrató una empresa para hacer unos dibujos. En un fin de semana ganaría lo que gano en un mes teniendo dos trabajos. Obviamente acepté jalar viernes, sábado y domingo más de 8 horas cada día. Pero lo importante no es eso. Lo que quiero platicarles es cómo un trabajo atractivo terminó convirtiéndose en algo que me deprimió bien cabrón y me arruinó la semana.

La cosa es que cuando llegué a las oficinas de la empresa, el dueño andaba algo atareado: hablaba por celular, hablaba por radio y por el teléfono de su oficina. Salía y entraba por puertas con una cara de congoja que no podía con ella. El hombre, muy amable, se disculpó por haberme hecho esperar y yo le dije que no había problema. Sentados ya en su oficina, me explicó la razón de su ajetreo. Acababa de pagar un rescate de 120 mil pesos por un trabajador al que le habían secuestrado.

El trabajador era un hombre de casi 40 años, jefe de taller y vendedor estrella de la empresa, que, por lo que escuché del mismo dueño y los demás empleados, era una persona íntegra y trabajadora, con una esposa y dos hijos, que llevaba más de 10 años laborando ahí.

En eso entró en la oficina un hombre trajeado, con una pistola en la cintura. Supuse que era un investigador y después lo confirmé, pues traía grabadas unas llamadas de la negociación. El hombre del traje y la pistola daba sus puntos de vista y los posibles motivos del secuestro. Al parecer, el hombre privado de su libertad tenía un vecino que acababa de salir del penal y simplemente se le hizo fácil jodérselo, pues el trabajador no tenía antecedentes delictivos ni "mala fama". Era un hombre decente y feliz. Y entonces, el investigador puso las llamadas para que las escuchara el dueño de la empresa.

El secuestrador hablaba tranquilo, sin groserías, incluso “amable”, exigiendo el dinero y dando indicaciones a la mujer del secuestrado. La mujer se notaba nerviosa, tartamudeaba y trataba de contener el llanto. Donde yo me quebré fue cuando le pasaron a su marido y ambos se soltaron llorando. “Todo va a salir bien, mi amor…”, “haz todo lo que ellos te digan preciosa… me han tratado bien, no me han torturado”, “dile a los niños que mañana llego a la casa… dámeles un beso”, “te amo, mi amor… todo va a salir bien, mi amor”, “Dios nos bendice, mi amor”. Uta… nomás de acordarme se me hace un pinche nudo en la garganta.

El sábado, cuando llegué a las oficinas, el dueño de la empresa no estaba. Habían matado al trabajador. El dinero se había entregado en el punto indicado por el criminal. Lo recogió una niña de 12 años que tenía la espalda tatuada con unos cuernos de carnero cimarrón. La niña dijo que se pondrían en contacto con la familia. Y ya no lo hicieron. Encontraron el cuerpo del hombre envuelto en una cobija, con el tiro de gracia. El dueño de la empresa había ido a dar el pésame a la familia del trabajador y a encargarse de los gastos del sepelio. En las oficinas, todos estaban consternados y algunas mujeres lloraban. Ni ganas de jalar me dieron ese día porque eventos como éste me ponen a reflexionar mil cosas.

Pareciera que en esta ciudad no vale estar del lado de Dios, no vale sentir amor ni comulgar con la decencia. En esta ciudad nada vale más que el dinero. En esta ciudad hay que agradecer, no estar vivos, sino que no se le antoje a alguien matarnos para quitarnos algo. Nos rebasó la pobreza, la ignorancia y la desvergüenza. Nos rebasó la necesidad hasta el punto de convertirnos en buitres del prójimo. Ya no siento rabia ni ganas de criticar ni de mentar madres, sólo unas infinitas ganas de ponerme a llorar.